En otra entrada de esta
bitácora publiqué una selección de poemas de Virgilio Piñera (1912-1979), donde
señalaba que ofrecería posteriormente La
isla en peso.
Finalmente he aquí el “anti-canto épico” del poeta en que al hablar de Cuba, su tierra, habla de sí mismo; y al
hablar de sí mismo, evoca a la isla y su historia, anticipando incluso el futuro.
Revisé algunas ediciones del
poema, y opté por la que editó el Fondo de Cultura Económica en 2002, cuyo
trabajo recae en Jorge Luis Arcos: Los
poetas de “Orígenes” (México, 2002).
La
isla en peso
La maldita circunstancia del
agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa
del café.
Si no pensara que el agua me
rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna
suelta.
Mientras los muchachos se
despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un
cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la
pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se
lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del
puerto,
me acostumbro a la misma mujer
que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de
guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede
alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía
adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?
La eterna miseria que es el
acto de recordar.
Si tú pudieras formar de nuevo
aquellas combinaciones,
devolviéndome el país sin el
agua,
me la bebería toda para escupir
al cielo,
pero he visto la música
detenida en las caderas,
he visto a las negras bailando
con vasos de ron en sus cabezas.
Hay que saltar del lecho con la
firme convicción
de que tus dientes han crecido,
de que tu corazón te saldrá por
la boca.
Aún flota en los arrecifes el
uniforme del marinero ahogado.
Hay que saltar del lecho y
buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas
frenéticamente,
esos seres milagrosos que
pueden desalojar hasta la última gota de agua
y vivir secamente.
Esta noche he llorado al
conocer a una anciana
que ha vivido ciento ocho años
rodeada de agua por todas partes.
Hay que morder, hay que gritar,
hay que arañar.
He dado las últimas
instrucciones.
El perfume de la piña puede
detener a un pájaro.
Los once mulatos se disputaban
el fruto,
los once mulatos fálicos
murieron en la orilla de la playa.
He dado las últimas
instrucciones.
Todos nos hemos desnudado.
Llegué cuando daban un vaso de
aguardiente a la virgen bárbara,
cuando regaban ron por el suelo
y los pies parecían lanzas,
justamente cuando un cuerpo en
el lecho podría parecer impúdico,
justamente en el momento en que
nadie cree en Dios.
Los primeros acordes y la
antigüedad de este mundo:
hieráticamente una negra y una
blanca y el líquido al saltar.
Para ponerme triste me huelo
debajo de los brazos.
Es en este país donde no hay
animales salvajes.
Pienso en los caballos de los
conquistadores cubriendo a las yeguas,
pienso en el desconocido son
del areíto
desaparecido para toda la
eternidad,
ciertamente debo esforzarme a
fin de poner en claro
el primer contacto carnal en
este país, y el primer muerto.
Todos se ponen serios cuando el
timbal abre la danza.
Solamente el europeo leía las
meditaciones cartesianas.
El baile y la isla rodeada de
agua por todas partes:
plumas de flamencos, espinas de
pargo, ramos de albahaca, semillas de aguacate.
La nueva solemnidad de esta
isla.
¡País mío, tan joven, no sabes
definir!
¿Quién puede reír sobre esta
roca fúnebre de los sacrificios de gallos?
Los dulces ñáñigos bajan sus
puñales acompasadamente.
Como una guanábana un corazón
puede ser traspasado sin cometer crimen.
sin embargo el bello aire se
aleja de los palmares.
Una mano en el tres puede traer todo el siniestro color
de los caimitos
más lustrosos que un espejo en
el relente,
sin embargo el bello aire se
aleja de los palmares,
si hundieras los dedos en su
pulpa creerías en la música.
Mi madre fue picada por un
alacrán cuando estaba embarazada.
¿Quién puede reír sobre esta
roca de los sacrificios de gallos?
¿Quién se tiene a sí mismo
cuando las claves chocan?
¿Quién desdeña ahogarse en la
indefinible llamarada del flamboyán?
La sangre adolescente bebemos
en las pulidas jícaras.
Ahora no pasa un tigre sino su
descripción.
Las blancas dentaduras
perforando la noche,
y también los famélicos dientes
de los chinos esperando el desayuno
después de la doctrina
cristiana.
Todavía puede esta gente
salvarse de cielo,
pues al compás de los himnos
las doncellas agitan diestramente
los falos de los hombres.
La impetuosa ola invade el
extenso salón de las genuflexiones.
Nadie piensa en implorar, y dar
gracias, en agradecer, en testimoniar.
La santidad se desinfla en una
carcajada.
Sean los caóticos símbolos del
amor los primeros objetos que palpe,
afortunadamente desconocemos la
voluptuosidad y la caricia francesa,
desconocemos el perfecto
gozador y la mujer pulpo,
desconocemos los espejos
estratégicos,
no sabemos llevar la sífilis
con la reposada elegancia de un cisne,
desconocemos que muy pronto
vamos a practicar estas mortales elegancias.
Los cuerpos en la misteriosa
llovizna tropical,
en la llovizna diurna, en la
llovizna nocturna, siempre en la llovizna,
los cuerpos abriendo sus
millones de ojos,
los cuerpos, dominados por la
luz, se repliegan
ante el asesinato de la piel,
los cuerpos, devorando oleadas
de luz, revientan como girasoles de fuego
encima de las aguas estáticas,
los cuerpos, en las aguas, como
carbones apagados derivan hacia el mar.
Es la confusión, es el terror,
es la abundancia,
es la virginidad que comienza a
perderse.
Los mangos podridos en el lecho
del río ofuscan mi razón,
y escalo el árbol más alto para
caer como un fruto.
Nada podría detener este cuerpo
destinado a los cascos de los caballos,
turbadoramente cogido entre la
poesía y el sol.
Escolto bravamente el corazón
traspasado,
clavo el estilete más agudo en
la nuca de los durmientes.
El trópico salta y su chorro
invade mi cabeza
pegada duramente contra la costa
de la noche.
La piedad original de las
auríferas arenas
ahoga sonoramente las yeguas
españolas,
la tromba desordena las crines
más oblicuas.
No puedo mirar con estos ojos
dilatados.
Nadie sabe mirar, contemplar,
desnudar un cuerpo.
Es la espantosa confusión de
una mano en lo verde,
los estranguladores viajando en
las franjas del iris.
No sabría poblar de miradas el
solitario curso del amor.
Me detengo en ciertas palabras
tradicionales:
el aguacero, la siesta, el
cañaveral, el tabaco,
con simple ademán, apenas si
onomatopéyicamente,
titánicamente paso por encima
de su música,
y digo: el agua, el mediodía,
el azúcar, el humo.
Yo combino:
el aguacero pega en el lomo de
los caballos,
la siesta atada a la cola de un
caballo,
el cañaveral devorando a los
caballos,
los caballos perdiéndose
sigilosamente
en la tenebrosa emanación del
tabaco,
el último gesto de los
siboneyes mientras el humo pasa por la horquilla
como la carreta de la muerte,
el último ademán de los
siboneyes,
y cavo esta tierra para
encontrar los ídolos y hacerme una historia.
Los pueblos y sus historias en
boca de todo el pueblo.
De pronto, el galeón cargado de
oro se mete en la boca
de uno de los narradores,
y Cadmo, desdentado, se pone a
tocar el bongó.
La vieja tristeza de Cadmo y su
perdido prestigio:
en una isla tropical los
últimos glóbulos rojos de un dragón
tiñen con imperial dignidad el
manto de una decadencia.
Las historias eternas frente a
la historia de una vez del sol,
las eternas historias de estas
tierras paridoras de bufones y cotorras,
las eternas historias de los
negros que fueron,
y de los blancos que no fueron,
o al revés o como os parezca
mejor,
las eternas historias blancas,
negras, amarillas, rojas, azules,
—toda la gama cromática
reventando encima de mi cabeza en llamas—,
la eterna historia de la cínica
sonrisa del europeo
llegado para apretar las tetas
de mi madre.
El horroroso paseo circular,
el tenebroso juego de los pies
sobre la arena circular,
el envenado movimiento del
talón que rehúye el abanico del erizo,
los siniestros manglares, como
un cinturón canceroso,
dan la vuelta a la isla,
los manglares y la fétida arena
aprietan los riñones de los
moradores de la isla.
Sólo se eleva un flamenco
absolutamente.
¡Nadie puede salir, nadie puede
salir!
La vida del embudo y encima la
nata de la rabia.
Nadie puede salir:
el tiburón más diminuto
rehusaría transportar un cuerpo intacto.
Nadie puede salir:
una uva caleta cae en la frente
de la criolla
que se abanica lánguidamente en
una mecedora,
y “nadie puede salir” termina
espantosamente en el choque de las claves.
Cada hombre comiendo fragmentos
de la isla,
cada hombre devorando los
frutos, las piedras y el excremento nutridor,
cada hombre mordiendo el sitio
dejado por su sombra,
cada hombre lanzando
dentelladas en el vacío donde el sol se acostumbra,
cada hombre, abriendo su boca
como una cisterna, embalsa el agua
del mar, pero como el caballo
del barón de Munchausen,
la arroja patéticamente por su
cuarto trasero,
cada hombre en el rencoroso
trabajo de recortar
los bordes de la isla más bella
del mundo,
cada hombre tratando de echar a
andar a la bestia cruzada de cocuyos.
La bestia es perezosa como un
bello macho
y terca como una hembra
primitiva.
Verdad es que la bestia
atraviesa diariamente los cuatro momentos caóticos,
los cuatro momentos en que se
la puede contemplar
—con la cabeza metida entre sus
patas— escrutando el horizonte con ojo atroz,
los cuatro momentos en que se
abre el cáncer:
madrugada, mediodía, crepúsculo
y noche.
Las primeras gotas de una
lluvia áspera golpean su espalda
hasta que la piel toma la
resonancia de dos maracas pulsadas diestramente.
En este momento, como una
sábana o como un pabellón.
De tregua, podría
desplegarse un agradable
misterio,
pero la avalancha de verdes
lujuriosos ahoga los mojados sones,
y la monotonía invade el
envolvente túnel de las hojas.
El rastro luminoso de un sueño
mal parido,
un carnaval que empieza con el
canto del gallo,
la neblina cubriendo con su
helado disfraz el escándalo de la sabana,
cada palma derramándose
insolentemente en un verde juego de aguas,
perforan, con un triángulo
incandescente, el pecho de los primeros aguadores,
y la columna de agua lanza sus
vapores a la cara del sol cosida por un gallo.
Es la hora terrible.
Los devoradores de neblina se
evaporan
hacia la parte más baja de la
ciénaga,
y un caimán los pasa dulcemente
a ojo.
Es la hora terrible.
La última salida de la luz de
Yara
empuja a los caballos contra el
fango.
Es la hora terrible,
como un bólido la espantosa
gallina cae,
y todo el mundo toma su café.
¿Pero qué puede el sol en un
pueblo tan triste?
Las faenas del día se enroscan
al cuello de los hombres
mientras la leche cae
desesperadamente.
¿Qué puede el sol en un pueblo
tan triste?
Con un lujo mortal los
macheteros abren grandes claros en el monte,
la tristísima iguana salta
barrocamente en un caño de sangre,
los macheteros, introduciendo
cargas de claridad, se van ensombreciendo
hasta adquirir el tinte de un
subterráneo egipcio.
¿Quién puede esperar clemencia
en esta hora?
Confusamente un pueblo escapa
de su propia piel
adormeciéndose con la claridad,
la fulminante droga que puede
iniciar un sueño mortal
en los bellos ojos de hombres y
mujeres,
en los inmensos y tenebrosos
ojos de estas gentes
por los cuales la piel entra a
no sé qué extraños ritos.
La piel, en esta hora, se
extiende como un arrecife
y muerde su propia limitación,
la piel se pone a gritar como
una loca, como una puerca cebada,
la piel trata de tapar su
claridad con pencas de palma,
con yaguas traídas
distraídamente por el viento,
la piel se tapa furiosamente
con cotorras y pitahayas,
absurdamente se tapa con
sombrías hojas de tabaco
y con restos de leyendas
tenebrosas,
y cuando la piel no es sino una
bola oscura,
la espantosa gallina pone un
huevo blanquísimo.
¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!
Pero la claridad avanzada,
invade
perversamente, oblicuamente,
perpendicularmente,
la claridad es una enorme
ventosa que chupa la sombra,
y las manos van lentamente
hacia los ojos.
Los secretos más inconfesables
son dichos:
la claridad mueve las lenguas,
la claridad mueve los brazos,
la claridad se precipita sobre
un frutero de guayabas,
la claridad se precipita sobre
los negros y los blancos,
la claridad se golpea a sí
misma,
va de uno a otro lado
convulsivamente,
empieza a estallar, a reventar,
a rajarse,
la claridad empieza el alumbramiento
más horroroso,
la claridad empieza a parir
claridad.
Son las doce del día.
Todo un pueblo puede morir de
luz como morir de peste.
Al mediodía el monte se puebla
de hamacas invisibles,
y echados, los hombres semejan
hojas a la deriva sobre aguas metálicas.
En esta hora nadie sabría
pronunciar el nombre más querido,
ni levantar una mano para
acariciar un seno;
en esta hora del cáncer un
extranjero llegado de playas remotas
preguntaría inútilmente qué
proyectos tenemos
o cuántos hombres mueren de
enfermedades tropicales en esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas
de las manos vueltas hacia arriba,
los oídos obturados por el
tapón de la somnolencia,
los poros tapiados con la cera
de un fastidio elegante
y de la mortal deglución de las
glorias pasadas.
¿Dónde encontrar en este cielo
sin nubes el trueno
cuyo estampido raje, de arriba
a abajo, el tímpano de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica
reventaría con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los
hombres-macaos, los hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no
sabes ordenar!
¡Pueblo mío, divinamente
retórico, no sabes relatar!
Como la luz o la infancia aún
no tienes un rostro.
De pronto el mediodía se pone
en marcha,
se pone en marcha dentro de sí
mismo,
el mediodía estático se mueve,
se balancea,
el mediodía empieza a elevarse
flatulentamente,
sus costuras amenazan reventar,
el mediodía sin cultura, sin
gravedad, sin tragedia,
el mediodía orinando hacia
arriba,
orinando en sentido inverso a
la gran orinada
de Gargantúa en las torres de
Notre Dame,
y todas esas historias, leídas
por un isleño que no sabe
lo que es un cosmos resuelto.
Pero el mediodía se resuelve en
crepúsculo y el mundo se perfila.
A la luz del crepúsculo una
hoja de yagruma ordena su terciopelo,
su color plateado del envés es
el primer espejo.
La bestia lo mira con su ojo
atroz.
En este trance la pupila se
dilata, se extiende
hasta aprehender la hoja.
Entonces la bestia recorre con
su ojo las formas sembradas en su lomo
y los hombres tirados contra su
pecho.
Es la hora única para mirar la
realidad en esta tierra.
No una mujer y un hombre frente
a frente,
sino el contorno de una mujer y
un hombre frente a frente,
entran ingrávidos en el amor,
de tal modo que Newton huye
avergonzado.
Una guinea chilla para indicar
el ángelus:
abrus
precatorious, anona
myristica, anona palustris.
Una letanía vegetal sin
trasmundo se eleva
frente a los arcos floridos del
amor:
Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula.
El paraíso y el infierno
estallan y sólo queda la tierra:
Ficus
religiosa, ficus nitida, ficus suffocans.
La tierra produciendo por los
siglos de los siglos:
Panicum colonum, panicum
sanguinale, panicum maximum.
El recuerdo de una poesía
natural, no codificada, me viene a los labios:
Árbol de poeta, árbol del amor,
árbol del seso.
Una poesía exclusivamente de la
boca como la saliva:
Flor de calentura, flor de
cera, flor de la Y.
Una poesía microscópica:
Lágrimas de Job, lágrimas de
Júpiter, lágrimas de amor.
Pero la noche se cierra sobre
la poesía y las formas se esfuman.
En esta isla lo primero que la
noche hace es despertar el olfato:
Todas las aletas de todas las
narices azotan el aire
buscando una flor invisible;
se pone a moler millares de
pétalos,
la noche se cruza de paralelos
y meridianos de olor,
los cuerpos se encuentran en el
olor,
se reconocen en este olor único
que nuestra noche sabe provocar;
el olor lleva la batuta de las
cosas que pasan por la noche,
el olor entra en el baile, se
aprieta contra el güiro,
el olor sale por la boca de los
instrumentos musicales,
se posa en el pie de los
bailadores,
el corro de los presentes
devora cantidades de olor,
abre la puerta y las parejas se
suman a la noche.
La noche es un mango, es una
piña, es un jazmín,
la noche es un árbol frente a
otro árbol sin mover sus ramas,
la noche es un insulto
perfumado en la mejilla de la bestia;
una noche esterilizada, una
noche sin almas en pena,
sin memoria, sin historia, una
noche antillana;
una noche interrumpida por el
europeo,
el inevitable personaje de paso
que deja su cagada ilustre,
a lo sumo, quinientos años, un
suspiro en el rodar de la noche antillana,
una excrecencia vencida por el
olor de la noche antillana.
No importa que sea una
procesión, una conga,
una comparsa, un desfile.
La noche invade con su olor y
todos quieren copular.
El olor sabe arrancar las
máscaras de la civilización,
sabe que el hombre y la mujer
se encontrarán sin falta en el platanal.
¡Musa paradisíaca, ampara a los
amantes!
No hay que ganar el cielo para
gozarlo,
dos cuerpos en el platanal
valen tanto como la primera pareja,
la odiosa pareja que sirvió
para marcar la separación.
¡Musa paradisíaca, ampara a los
amantes!
No queremos potencias
celestiales sino presencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que
nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo
en la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad
física
por la comunicación de la
lluvia al golpear nuestras cabezas.
Bajo la lluvia, bajo el olor,
bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y deshace
dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una
mano, un crimen,
revueltos, confundidos,
fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos,
enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en
enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea
por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar
picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su
bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando
frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber
el peso de su isla,
el peso de una isla en el amor
de un pueblo.
1943
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