Miguel
Guardia (1924-1982).
Miguel
Guardia nació en 1924 en la Ciudad de México, donde murió en 1982 —otras
referencias señalan 1983 como el año de su deceso.
Sobre
su labor profesional transcribo la información que figura en la página de la Coordinación
Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes:
Poeta, dramaturgo y narrador. Estudió
derecho y la maestría en letras modernas, con especialización en arte
dramático, en la UNAM. Fue jefe del Departamento de Literatura del INBA;
director de la Revista de Bellas Artes;
maestro de arte teatral, jefe de prensa y publicidad en el INBA; miembro
fundador de la Agrupación de Arte Teatral. Becario del CME, 1952. Flor Natural
en los XXV Juegos Florales de San Luis Potosí 1954.
Guardia se casó con la bailarina Magda Montoya —a quien el poeta Rubén Bonifaz Nuño dedicó el libro Los demonios y los días—, y tuvieron una hija llamada Paloma Guardia
Montoya, que fue la secretaria de Bonifaz hasta su muerte.
Levántate
y anda
Miguel, levántate y trabaja;
Miguel, escribe;
Miguel, tus mujeres, tus
amigos, tus parrandas.
Tus poemas, Miguel;
Miguel, tus críticas.
No me toques, Miguel,
no me abandones;
Miguel, mi soledad; Miguel, mi
llanto:
te olvidaré, Miguel, te
necesito.
Aprende, viaja, estudia,
habla, escribe, trabaja,
sube y baja, Miguel.
Miguel, levántate y anda.
Para
amar a los perros
Si yo quisiera conocer la
verdad
pondría la mano sobre el
corazón de una niña.
O sobre el corazón de un perro.
No hay perros delatores
ni perros comerciantes
y si la gente pensara
sabría que el hijo de una perra
es un pequeño ser llamado a la
grandeza.
Guardan tanta ternura en el
alma
que no comen si no los
acompañas.
El que convierte a un perro en
bestia sanguinaria
—los perros pueden aprenderlo
todo—
merece quedar muerto con la
cara en el lodo.
Mas quien ama a los perros
merecería
morir sin sueño y sin espanto
en un minuto luminoso del
verano.
¿Cómo
decirlo?
Hay demasiada soledad en todas
partes
y se piensa mucho en
cementerios,
en sombrías flores amontonadas,
en besos mutilados y en
existencia inútiles,
en cadáveres abriéndose bajo
tierra.
Yo vine aquí porque quería
decir algo amable,
algo lleno de luz, o, por lo
menos, de esperanza,
algo fuerte y sonoro.
Pensaba hablar de los campos en
primavera,
de los ojos indescifrables de
los niños,
o de héroes cayendo entre
caballos y clarines.
Me hubiera gustado ciertamente,
hablar de todo eso,
pero la tristeza ha llegado a
las palabras:
hay demasiados muertos.
Soledad
Yo quisiera recordarlas a
todas:
las que he visto con su pequeño
ramo de flores lacias,
de pie a la puerta de los
cementerios y de los hospitales
como si esperaran algo,
envueltas en ese aire de
soledad callada, de tristeza,
de los que ya se acostumbraron
a pensar en la muerte;
y aquellas que me han mirado
una vez, una sola,
y que parecían aguardarme desde
toda la vida,
y a quienes he seguido y
hablado
hasta comprender que ya no me
aguardaban;
y aquellas a cuya puerta llamé,
y cuyo umbral traspuse buscando
el amor,
para encontrar tan sólo la
nostalgia y el deseo de partir;
y las que miraban lascivamente
sin saberlo
y lloraron después, en los
brazos de alguien;
y las que sabían que miraban
con lascivia,
y untaban sus cuerpos a los
cuerpos ajenos,
como los animales se pegan a
las paredes oscuras de las calles
cuando saben que van a morir;
y las que hubieran querido ser
algo más, y no fueron
sino sus propios ojos detrás de
una ventana;
y las que quise algún día, y he
vuelto a ver
más pequeñas y más viejas que
entonces.
Y ante el recuerdo, frente a
las palabras
que han pretendido
aprisionarlas —humo y sombras y olvido—,
pienso que el tiempo nos ha
dado muerte a todos,
porque ellas tampoco podrían
recordarme ahora.
No
hay engaño
Es fácil, a ratos, creer que
cuanto me rodea
permanecerá inmutable conmigo:
seres, cosas, pequeños hechos
cotidianos
sobre los que he levantado la
certeza
de estar viviendo;
y todo llega a ser, entonces,
tan hermoso.
Pero la verdad se desliza
traidoramente,
como un soplo de aire frío bajo
las ropas;
pero la verdad es que el tiempo
me derrumba
y que se hace imposible
cualquier engaño:
basta recordarla para percibir
claramente
que una pequeña luz se me apaga
en los ojos,
y que me llega el inconsolable
deseo de quedarme quieto
hasta que todo haya acontecido.
Porque es un hecho triste y
necesario
contra el que nada vale
amurallar el corazón.
El
aire de abril
Nunca he vivido fuera de la
ciudad, y no sabría decir
cuál es el Viento Norte y cuál
el Este,
cuáles el Oeste y el Sur. Pero
en abril,
sobre el Valle de México,
cuando el calor agobia ya
y las primeras nubes grises
emborronan el cielo,
corre un aire quieto cuya
frescura
estremece el cuerpo de
friolento placer
al secar el sudor en las
axilas.
Es el mismo que agita, suave y
tenazmente,
las banderas que ondean en los
edificios públicos
y que llenan de patriotismo el
pecho de los jóvenes,
pero que a mí me recuerda
gentes y paisajes que no conoceré;
es el que trae los perfumes de
las flores, lejanos,
y el sabor de la lluvia, al que
se mezclan
algún olor de música de feria
y el relámpago tibio de los
vestidos que levanta.
Sin duda el aire de abril,
sobre el Valle de México,
es alegre. Pero es un aire
triste, y entristece.
Duda
Cerca de cada uno de nosotros
hay alguien
a quien hemos conocido desde
casi toda la vida,
pero cuya presencia, blanda ya
por tanto tiempo,
sólo hemos entrevisto en unas
manos solícitas,
en unos ojos llenos de ternura,
en el sonido afable de una voz,
o en el ritmo peculiar
de unos pasos incansables a
nuestro alrededor.
Un día, empero, al fijar
nuestros ojos un instante en los suyos
—sólo un instante más de lo que
acostumbrábamos—,
su existencia nos ha tomado de
sorpresa
y ha hecho nacer una pregunta
sobresaltada:“¿Quién es?”.
Y se ha vaciado de pronto,
lentamente;
se ha convertido en una cáscara
que habla y que se mueve
en algo que acciona en torno
nuestro, y que nos observa,
mientras un delgado terror nos
sobrecoge.
Otra
vez la muerte
I
Abrir los ojos al sueño, y,
temblando,
entre sábanas frías y recuerdos
y voces que no quieren
molestarnos;
entre pasos a oscuras
y focos apagados,
descender y caer —y estar
cayendo
sólo con la certeza del
cansancio—,
a otro sitio sin luces y sin
sombras
y sin sangre y sin tiempo y sin
espacio,
donde todo sucede entre
algodones
y todo es grave y pálido y
opaco.
Y despertar después, a la
mañana,
con un sabor de boca tan
amargo.
II
Estoy aquí, donde siempre. El
día y la hora
nada tienen extraño: son la
copia de otros
vividos repetidamente hasta el
cansancio.
Pero me siento ahora como quien
ha extraviado,
sin leerla, una carta
largamente espetada,
o ha llegado tarde a la puerta
en que alguien llamó
y, al abrirla, se encuentra
solo en el umbral.
Como quien ha dejado sonar
muchas veces
el timbre del teléfono. Y no ha
contestado.
Y no ha sabido siquiera quién
lo recordaba.
Pienso que alguien se ha ido.
Que una mujer
perfuma sus cabellos. Que ya no
sé estar solo.
Y que alguien ha muerto.
III
Pasarán los días interminables,
aquellos que transcurrieron
minuto a minuto
y a cuyo fin creímos no llegar
jamás;
y los años, de los que apenas
quedará una fecha
en la fotografía de bordes
doblados, que nos hará reír
con un poco de rebelde tristeza
en la mirada;
y las mujeres que quisimos
entrañablemente,
y aquellas otras que no
retuvimos junto a nosotros
porque su ternura parecía
demasiado firme.
Todo. Pero solamente los
blandos de corazón
—los que guardamos flores y
cabellos en los libros—,
buscarán la casa de sus juegos
infantiles, y sólo ellos,
ante las piedras de las grises
paredes derruidas,
ante los vidrios rotos y la
herrumbre y el polvo
y la humedad sin fin, pensarán
que ya es tiempo
de ponerse a escribir la mitad
del último poema.
IV
Cuando todo haya pasado,
cuando no quede sino un pedazo
de carne,
amarilla, floja, desconsolada,
de lo que un día fuera el
corazón;
cuando el silencio no me
despierte a media noche,
haciéndome llorar con el miedo
de la muerte vecina;
cuando la boca se me llene de
tierra, yeso ya no me importe,
y se me deshagan lentamente los
ojos y el pelo,
en el verano, por el agua de la
lluvia,
alguien dirá, sin duda, que ya
soy feliz,
y rezará en silencio por mi
alma lleno de compasión.
Y creerá, si un inexplicable
deseo de soledad
y un cansancio infinito lo
asaltan de pronto,
que se trata solamente de cosas
pasajeras…
Para
decir adiós
I
Cuando el corazón está
haciéndose pedazos;
cuando nos morimos un poco más
de prisa cada día,
porque a cada día nos olvidan
un poco más;
porque hemos dejado de ser algo
importante
a los ojos de alguien, para
quien, alguna vez,
lo fuimos todo.
Cuando sabemos que eso ya no
tiene remedio,
y cuando al estar solos, y a
oscuras, nos llega siempre
el sentimiento de la muerte; o
cuando nos miran
y pueden creer aún que estamos
en paz
porque no conocen nuestros
pensamientos.
Como, por ejemplo, ahora.
Regresan a nosotros, como si
supieran
que nos es necesario un poco de
consuelo:
las viejas y queridas palabras
ya olvidadas
—y la vieja soledad y la
amargura antigua—
y la vieja poesía que tantas
veces detuvo
la caída del mundo sobre
nuestros hombros.
II
(¿Por qué tuve que esperar a
que se fuera
para soñar con ella?)
¿Por qué nunca aprenderemos
que el sufrimiento empieza al
otro día,
y que el castigo de pronunciar
ciertas palabras
es una muerte lenta, perpetua,
inexorable…
(para
llorar por ella)
…porque también las palabras
pueden asesinar,
y porque adiós es una palabra vengativa,
y porque yo la he pronunciado?
(para
llorar por ella)
III
Sólo pude otorgar el
sufrimiento,
no la luz, no la paz, no la
alegría
del buen amor, ni la esperanza
pude.
Las manos me cuelgan a los
lados, ahora,
como pañuelos estrujados y
llenos de lágrimas,
o como dos animales
atemorizados.
(¿Por
qué le dije adiós?)
¿De qué escribe un poeta
cuando vuelve a sentirse solo y
se le cierra el mundo,
cuando le nace el miedo a tanta
soledad?
(Que no me diga adiós. No con
las manos
que el canto del amor
adormeciera;
ni con los ojos apagados diga
adiós a mi ternura; que no sea
su voz la que pronuncie la
palabra
que todo lo aniquila, ni
florezca
la turbia flor de la nostalgia
encima
de la que cultivaba mi
tristeza).
IV
Yo no puedo hablar ahora de
otros hombres que sufren,
de tantos crímenes cometidos a
todas horas
y cuyo solo nombre es manantial
del terror.
¿Cómo pensar en el dolor que me
rodea
si yo mismo no soy más que una
agua quebradiza,
una sombría soledad,
una tristeza amarga doliéndose
y llorando?
V
(Que no me diga nunca la
palabra
donde el olvido interminable
acecha).
En
memoria de un niño difunto
I
Hablar es un esfuerzo demasiado
grande
cuando se tiene un nudo en la
garganta
y los ojos arrasados en lágrimas.
Yo no debería llorar ahora: lo
que quiero
decir necesita una voz clara y
potente,
una voz metálica, sonora, una
voz
que no se deje quebrar por la
emoción: que no tiemble.
Pero ha muerto un niño, y
siento como si alguien
estuviera arrancándome el
corazón por la espalda.
II
Se secaron los ríos redondos de
sus ojos.
III
Sus dedos arañaron la tierra
cuando supo
que no habría perdón. Le
llenaron la boca
de tierra. Le taparon, con
tierra, los oídos,
pero aun así escuchó sobre la
tierra, pausados,
tercos, acercándose a él sobre
la tierra,
los tercos duros pasos de la
muerte.
IV
Todos habrán estado a solas con
su propia muerte.
Todos habrán sentido que nadie
(ni siquiera
quienes más los amaban y que
hubieran dado
la vida por hacerla), podía
darles compañía.
Esto es algo terriblemente
oscuro y dramático,
aunque a fuerza de ver morir a
los demás parezca
un suceso trivial.
Pero él estuvo, sin embargo,
más solo que nadie.
Porque a él lo asesinaron.
V
La cárcel de su piel fue más estrecha
todavía.
VI
Cómo decirle ahora una palabra
de ternura;
cómo decirle ahora que yo lo
quería
porque era un niño,
porque era un niño negro,
porque era un niño negro y él
no lo supo jamás.
Cómo decirle ahora que he
llorado su destino
con lágrimas de rabia, de
impotencia, de ira;
cómo decirle ahora que aún me
resisto a creer
—a pesar de su cuerpo
bárbaramente sacrificado—,
que todavía pululen, sobre la
indiferente
costra del planeta, bestias
humanas como aquellas
que le dieron esa muerte
insufrible.
Y así es, sin embargo.
VII
No fue en Granada el crimen.
Fue en un lugar tan perdido
para el amor y la piedad que
todos los caminos
que conducen a él ya no van
después a ninguna parte.
Oh, Till: tú vivías en la
creencia
—¿no lo sabías? ¿no lo sabías,
dime?—
de que tu corazón, tus manos y
tu sangre
te hacía igual a todos los
hombres de la Tierra.
Y qué trágica inocencia la
tuya.
¿No lo sabías? ¿No lo sabías,
dime?
¿No sabías que no eras igual?
Es verdad que tu corazón
bendecía el milagro
de cada nuevo amanecer; que te
alegrabas
con cada nueva primavera; que
también buscabas
—siendo tú, apenas, un ala sólo
para el vuelo—,
por pequeña que fuera, la
felicidad
que sin duda te había sido
guardada.
Todo ello es verdad. Pero
debiste preguntar
a tus hermanos. Ahora has
muerto ya.
VIII
Y qué incomprensible y qué
oscura y qué angustiosa
debió ser la muerte para ti. Te
preguntarías
de dónde pudo haber venido
tanto odio,
tanto rencor en contra tuya.
Llamarías a tu madre
y gemirías, cada vez más
silenciosamente,
encogiéndote, pudriéndote ya
bajo los golpes.
Espero, nada más, que no los
hayas perdonado.
IX
Oh, Till: se secaron los ríos
redondos de tus ojos
y sólo yo te recuerdo.
Canciones
1
A veces me gusta mirar las
azoteas
de la ciudad en que he nacido.
A veces, en la tarde, cuando
las baña el sol.
Me remueven la nostalgia de
todo aquello
que no he visto jamás
y que quisiera conocer antes de
mi muerte,
o me hacen pensar en viejos
retratos
de seres que ya nadie recuerda,
en lámparas extrañas, en
muebles rotos,
en antiguos relojes que hace ya
mucho tiempo
están marcando la misma hora.
También, a veces, en alguna de
ellas
alguien mira, fijamente, a lo
lejos.
8
Siento venir, a veces,
del fondo de un paisaje
incomprensible,
mis propios pensamientos,
mis anhelos, mis deseos más
vivos,
todas aquellas cosas que se
escapan
cuando muere la tarde, entre
penumbras.
Poco a poco se acercan,
se detienen junto a mí,
fatigados,
con las sienes cubiertas de
otras nieblas,
con el pelo mojado en otras
lluvias,
con polvo de otras tierras en
la ropa,
o el corazón colmado
con recuerdos de lejanos
lugares.
Sin poder evitarlo,
me invade quedo, la tristeza, y
lloro.
11
Hay algo en mí que me lo avisa
todo:
la palabra que busco,
el oscuro sentido de las cosas
y el bien y el mal y la
tristeza. Y todo.
Una noche, también, al
acostarme,
trunco el reloj del tiempo,
me avisará muy suave,
suavemente,
que me he quedado muerto.
¿Y quién, entonces, ay, dirá lo
que me quede
para siempre en secreto?
14
Es, al principio, una caricia
leve
de contenido paso;
la tranquila ternura desganada
que va de labio a labio;
el contacto sereno,
inerte casi, tibio, del abrazo.
Luego la mano que se atreve. El
toque
de la piel escondida;
el perfume que sube de su
cuerpo,
la sed, la carne viva,
el silencio pesado,
y las lenguas en cruz. Y la
agonía.
Sólo, después, el corazón en
calma,
el tiempo detenido.
La débil sensación de estar
flotando
en un aire muy fino;
los ojos que se cierran,
y el sueño que se acerca. Y el
olvido.
15
A veces recordamos:
un gesto basta, una palabra, el
roce
de un olor olvidado;
el encuentro de un rostro
conocido
pero borroso ya; la inesperada
tonalidad del sol en las
paredes;
un color, una calle,
una vieja canción que nos
asalta
o el timbre de una voz… Y de
improviso
algo muy gris, muy solo, muy
lejano,
fantasma de fantasmas,
nos quiebra el corazón. Y
recordamos.
Elegía
Desde niño aprendí que todas
las cosas del mundo
tienen un fin y una causa y un
sitio inalterables.
Así lo creyeron mis padres y me
lo enseñaron,
y mis abuelos lo creyeron, y yo
lo creí.
Nada ha sido modificado desde
entonces:
la soledad existe para que
hombres y mujeres
sientan el deseo de estar
acompañados
y nazca, así, el amor,
naturalmente.
Y las tardes fueron hechas para
que los recuerdos
se agudicen, y dejen la suave
melancolía
del pasado. Porque sólo esto, y
no otra cosa,
es, a veces, la felicidad.
Y el poder existe para enseñar
a los vencidos
que la mansedumbre es una
hermosa virtud
y la humildad y el conformismo
timbres de grandeza.
Y si las hojas de los árboles,
volando
amarillentas, caen de los
árboles en otoño,
sólo es para recordarnos la
muerte de un año más.
Y la primavera y la lluvia y el
viento
y el deseo de hacer algo grande
y maravilloso
y las mariposas y el mar y la
miseria
y el ritmo de la sangre y la
rebeldía,
todo está hablándonos de un
orden perfecto.
Nadie osará romperlo. Nadie
lanzará la piedra
que altere la tranquila
superficie de la vida.
Porque más sabios que nosotros
fueron nuestros padres,
que miraron, con la misma
perfecta parsimonia,
sus recuerdos felices y la
triste desnudez
de los niños ajenos, en las
calles;
o el vuelo repentino de las hojas
y el agrietado seno de una
madre. Y seco.
Que nadie alce la voz. Que
nadie llore.
Que nadie intente conmover a
nadie:
escriban los poetas sus cantos
de amor,
porque consuelan a quienes no
ha sido entregada
una sola palabra de ternura que
callar;
den a luz las mujeres, porque
—tal vez— de sus hijos
nacerán, algún día, la justicia
y el consuelo;
que los hombres melancólicos
permanezcan
con las manos dulcemente
cruzadas sobre el pecho;
que los mansos inclinen la
cabeza,
y que todos aborrezcan el pan
de cada día
porque al sudor ya le han
mezclado sangre y amargura.
Que todo siga igual, que cada
cosa se conserve
en el sitio que le ha marcado
la costumbre:
no cometamos el error de ser
sentimentales,
porque ningún hombre es lo
bastante fuerte
para alterar, él solo, Los
Designios.
Pero que por lo menos alguien
diga
que no ha muerto del todo la
esperanza…
Y yo voy a decirlo. Y que somos
una raza noble,
generosa, grande para el dolor
y el infortunio.
Y también que cuando tengamos
en las manos
el verdadero amor y el odio
verdadero
nadie nos detendrá. Nada ni
nadie.
Yo, que sólo tengo palabras y
un poco de poesía
que poner en ellas; yo, que no
sé quién soy,
de dónde he venido; que no
quiero el lugar
que sin duda alguna se me tiene
asignado,
yo nada más quisiera
convertirme,
a cambio de lo que no puedo dar
ahora,
en tierra, en pueblo, en aire
de las bocas
que un día reclamarán justicia;
en el nervio
de las manos que un día tomarán
justicia,
en el corazón de los hombres
que algún día
van a buscar y a conseguir
justicia,
cuando llegue el momento.
Yo voy a estar ahí. Yo podré
verlo.
Sonata
I
Nadie puede cambiar súbitamente
su existencia,
dejar de asistir a su sitio
predilecto
y abandonar los objetos que
siempre lo han rodeado;
apartarse de las gentes con las
que a diario charla
o descubrir que hace tiempo que
sus palabras
están delgadas y luidas.
Porque sucede que, a fuerza de
hacer siempre lo mismo,
la risa, el odio, el llanto, la
tristeza
desaparecen bajo una gruesa
capa de polvo;
y objetos y palabras y gentes y
lugares
se desvanecen como el color de
una tela
que estuvo mucho tiempo bajo
los rayos del sol.
Pero un día, de pronto, algo
nos golpea
como una piedra en la mitad del
pecho
y en el cerebro y en la boca
del estómago,
de tal manera que sólo
acertamos a mirar
—un instante que luego habrá de
parecer eterno—,
estúpidamente un punto en el
espacio:
así nos toman las palabras por
sorpresa.
Llegan, corren, irrumpen
desbaratando todo aquello
que levantábamos entonces para
estar tranquilos,
inesperadas. Y tan amadas y tan
temidas
como los hijos que nunca hemos
dejado nacer
y que toman la vida, sin que
sepamos cómo,
de nuestros más queridos y más
abandonados sueños.
Yo sé que nadie, nunca, ha
podido hacerlas callar
cuando vienen a desquitarse del
olvido.
Son feroces y crueles enemigas
que golpean hasta sentir los
brazos insensibles;
que nos gritan —hasta que se
nos llenan los oídos
de angustia y de amargura y de
arrepentimiento—,
todo lo que nunca debimos
olvidar
sino con la última muerte,
verdadera.
II
Y como quien vuelve de un
profundo desmayo
y abre despacio los ojos
adoloridos;
o como quien sale de una larga
convalecencia
y tiene que recuperar sus
fuerzas poco a poco,
empezamos a comprender, bajo el
implacable
golpeteo de las palabras que
renacen:
sólo hemos vivido una
interminable mentira
parapetados detrás de frases
vacías,
de falsas y soberbias actitudes
con las que hemos pretendido
conservar la apariencia
de una vida plena, fructífera y
equilibrada;
hemos dejado que la poesía
cotidiana pase,
como si no fuera un huracán
lleno de ira,
sin permitir que nos agite ni
un cabello,
y sin dejar que deje en
nuestras ropas
ni una brizna de polvo, ni una
gota de lluvia,
ni un pedazo de pétalo
pudriéndose.
III
Empezamos a comprender:
Que amor no es solamente apego
a una costumbre,
deseos de acariciar una piel
suave o de sentir
que hay alguien que nos
acompaña para siempre;
sino también la necesidad
imperiosa
de ver por todos los demás, y
de tender la mano
para ofrecer el pan y la
esperanza.
Y que la libertad no puede
seguir siendo
nuestro derecho a ser
indiferentes.
Que hemos vivido culpablemente
limpios.
Que patria no significa el
lugar en que reposan
nuestros mayores, ni el sórdido
fragmento de tierra
en que hemos asentado una mesa
y un lecho;
que la patria es una ola de
miseria y de llanto,
un alarido abierto, un borbotón
de sangre,
una oscura corriente sin
camino.
Que es necesario arrancarnos el
corazón,
limpiarlo de telarañas y
lavarlo y bruñirlo
y empuñarlo, como una espada
vengativa.
Y no dormir de noche ni de día.
Y ya no hablar con voz pausada
y tolerante
sino a gritos y a golpes de
amargura.
Y que vamos a llenamos de
horror hasta los codos.
El
retorno
Hoy para hablarte me he quedado
solo;
cerré para estar solo todas las
ventanas,
el ojo alegre de las cerraduras
y los libros y las puertas. Y
todo lo he cerrado.
Nomás los labios no, ni estas
atormentadas
palabras que irán naciendo de
mis labios a oscuras.
Es muy verdad que yo hubiera
querido hablarte,
como antaño, del amor y las
cosas que nos unen;
hubiera querido decirte
largamente
que te quiero, que me gusta que
me sigan tus ojos,
que no hay suavidad como la de
tus manos,
pero hace afuera un aire
erizado de gritos,
¿comprendes?,
pero algo trágico está
sucediendo allá afuera,
y yo no lo sabía.
Mira: sólo el amor no basta;
tampoco basta con querer que
nuestros hijos
sean los más hermosos o los más
inteligentes,
porque ahora sé que en ellos le
daremos al mundo,
únicamente, más carne para el
dolor,
otro recinto de amarguras,
otra enturbiada fuente de
lamentos;
ni siquiera bastaría que tú y
yo y nuestros hijos
fuéramos a detener a todos los
que pasan,
para preguntarles, con un gesto
amistoso,
por qué están desesperados, por
qué gritan así,
por qué llevan la vida como la
más estúpida,
la más innoble o la más feroz
de las tareas.
Nadie me escucharía, ¿sabes?,
creo que nadie nos escucharía.
Y tendrías también que sentir
lo que yo, ahora:
aquí encerrado tengo la certeza
de que si cogiera el teléfono y
llamara,
y llamara, y llamara hasta
morir de sed y hambre,
todos los números contestarían
ocupados.
Podría también abrir las
ventanas y gritar;
gritar por la mañana, por la
tarde, por la noche;
aullar, gritar hasta que todo
el mundo se despertara
destrozarme gritando y
gritarles y gritarles.
Pero para hacer eso es
necesario ser heroico,
y yo no soy más que un hombre
con el corazón desgarrado
y convencido de que ya no
existen los héroes,
de que nadie mueve un dedo para
salvar a nadie:
todos están cuidando sus
pedazos de pan duro,
cepillando con agua su único
traje
para evitar que se vea pardo,
pensando en una hermosa mujer
que se entregara gratis.
Los héroes…
(Cuando llegues a estas dos
últimas palabras, los héroes,
te ruego que las digas con una
voz cuidadosa,
como si anunciaras a alguien la
muerte de sus padres.)
Ya no hay héroes, ¿me oyes?, ya
no hay héroes:
todos asisten diariamente a una
oficina
y son buenos empleados y
trabajadores;
todos están casados y tienen
hijos innumerables,
y acostumbran hacer un paseo
dominical,
provistos de bolsas en las que
hay tortas y refrescos.
Corren un poco entonces y
golpean una pelota
o tratan de subirse a un árbol
inclinado y pequeño
para demostrarse que aún siguen
siendo los mismos.
Luego comen, hablan sabiamente
del aire puro,
satisfechos de su existencia
reposada y cómoda,
y regresan a sus casas y se
duermen tranquilos,
tras de poner su dentadura en
un vaso con agua.
Y yo no sabía nada de esto y
estaba mudo,
y me levantaba contento en las
mañanas
y hablaba de amor y de
nostalgia, como lo más hermoso
y lo más terrible que puede
sucederle a un hombre.
Se aprenden, sin embargo,
palabras oscuras,
y cambian de sentido nuestras
viejas palabras.
Si ellos quisieran mirar a su
alrededor,
si ellos quisieran mirar a su
alrededor, y ver,
y si ellos vieran que el mundo
ya no es sencillo,
si por lo menos sintieran algo
del dolor del mundo,
si se conmovieran, por lo
menos, con un verso sencillo,
si un odio simple les partiera
el alma,
si por lo menos lloraran con un
dolor sencillo;
su pecho no sonaría más como un
ataúd:
sabrían que las sirenas de las
ambulancias
aúllan, como mujeres
enloquecidas, al olor de la sangre;
que hay niños que se quejan
suavemente,
como si cantaran una antigua
canción,
porque se están muriendo sin
que nadie lo sepa;
que hay gemidos y palabras
entrecortadas
brotando de zaguanes oscuros,
de cuartos de hotel,
de estrechos callejones donde
el hombre se refugia;
del quejido impotente y opaco y
terroso
de los que caen diariamente
bajo la violencia;
del odio de los que roban por
vez primera
porque ya nada tienen que pueda
serles robado;
que hay cantos lúgubres en las
iglesias
y coros aterrorizados en los
hospitales;
conocerían el zumbido plomizo
del silencio
de los que ya aprendieron que
todo es inútil.
Y quizá entonces cada uno
tomara su corazón,
henchido, inflado, hinchado por
la ira
y por el llanto y la
desesperanza,
y lo arrojara desde su turbia
torre de marfil,
como semilla grande para el
florecer del héroe;
para alfombrar de púrpura
valerosa el camino
que haya de pisar mañana el
héroe verdadero.
¿Estás haciéndome caso?: el
héroe verdadero.
El que lleva en las sienes una
corona de espigas
y en el pecho un corazón de pan
tranquilo y vigoroso.
Compréndeme ahora: se engañan
quienes creen
que sólo ante un lecho de
muerte uno se despide,
para siempre, de todo aquello
que le es querido:
estoy vivo, y estás viva, y
existe la esperanza,
pero tengo que despedirme de
estas palabras mías
que no gritaré jamás, porque sólo
soy un hombre.
Pero ojalá llegue alguien que
las arroje al aire:
ya sé que muchas serán
arrastradas por el viento,
entonces, y que algunas caerán
sobre azoteas
y que lentamente irá secándolas
el sol
y pudriéndolas la lluvia;
que otras quedarán sobre el asfalto
de las calles
y que serán comida de los
perros,
pero que una, la más limpia y
serena de todas,
acunará la infancia del que
estamos esperando.
Eso era todo lo que quería
decirte.
Ahora voy a salir de nuevo a la
calle:
deséame la mejor suerte,
y que tenga la fuerza de
voluntad necesaria
para no dejarme acobardar, como
ellos.
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