Bitácora de literatura: traducción de poesía, sátiras, poemas, fábulas, epístolas, epigramas, aforismos, crónicas, antologías...

viernes, 7 de marzo de 2014

Poemas de Miguel Guardia (1924-1982).

Miguel Guardia (1924-1982).










Miguel Guardia nació en 1924 en la Ciudad de México, donde murió en 1982 —otras referencias señalan 1983 como el año de su deceso.

Sobre su labor profesional transcribo la información que figura en la página de la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes:

Poeta, dramaturgo y narrador. Estudió derecho y la maestría en letras modernas, con especialización en arte dramático, en la UNAM. Fue jefe del Departamento de Literatura del INBA; director de la Revista de Bellas Artes; maestro de arte teatral, jefe de prensa y publicidad en el INBA; miembro fundador de la Agrupación de Arte Teatral. Becario del CME, 1952. Flor Natural en los XXV Juegos Florales de San Luis Potosí 1954.

Guardia se casó con la bailarina Magda Montoya a quien el poeta Rubén Bonifaz Nuño dedicó el libro Los demonios y los días, y tuvieron una hija llamada Paloma Guardia Montoya, que fue la secretaria de Bonifaz hasta su muerte.










Levántate y anda

Miguel, levántate y trabaja;
Miguel, escribe;
Miguel, tus mujeres, tus amigos, tus parrandas.

Tus poemas, Miguel;
Miguel, tus críticas.

No me toques, Miguel,
no me abandones;
Miguel, mi soledad; Miguel, mi llanto:
te olvidaré, Miguel, te necesito.

Aprende, viaja, estudia,
habla, escribe, trabaja,
sube y baja, Miguel.

Miguel, levántate y anda.





Para amar a los perros

Si yo quisiera conocer la verdad
pondría la mano sobre el corazón de una niña.

O sobre el corazón de un perro.

No hay perros delatores
ni perros comerciantes
y si la gente pensara
sabría que el hijo de una perra
es un pequeño ser llamado a la grandeza.

Guardan tanta ternura en el alma
que no comen si no los acompañas.

El que convierte a un perro en bestia sanguinaria
—los perros pueden aprenderlo todo—
merece quedar muerto con la cara en el lodo.
Mas quien ama a los perros merecería
morir sin sueño y sin espanto
en un minuto luminoso del verano.





¿Cómo decirlo?

Hay demasiada soledad en todas partes
y se piensa mucho en cementerios,
en sombrías flores amontonadas,
en besos mutilados y en existencia inútiles,
en cadáveres abriéndose bajo tierra.

Yo vine aquí porque quería decir algo amable,
algo lleno de luz, o, por lo menos, de esperanza,
algo fuerte y sonoro.

Pensaba hablar de los campos en primavera,
de los ojos indescifrables de los niños,
o de héroes cayendo entre caballos y clarines.

Me hubiera gustado ciertamente, hablar de todo eso,
pero la tristeza ha llegado a las palabras:

hay demasiados muertos.





Soledad

Yo quisiera recordarlas a todas:
las que he visto con su pequeño ramo de flores lacias,
de pie a la puerta de los cementerios y de los hospitales
como si esperaran algo,
envueltas en ese aire de soledad callada, de tristeza,
de los que ya se acostumbraron a pensar en la muerte;
y aquellas que me han mirado una vez, una sola,
y que parecían aguardarme desde toda la vida,
y a quienes he seguido y hablado
hasta comprender que ya no me aguardaban;
y aquellas a cuya puerta llamé,
y cuyo umbral traspuse buscando el amor,
para encontrar tan sólo la nostalgia y el deseo de partir;
y las que miraban lascivamente sin saberlo
y lloraron después, en los brazos de alguien;
y las que sabían que miraban con lascivia,
y untaban sus cuerpos a los cuerpos ajenos,
como los animales se pegan a las paredes oscuras de las calles
cuando saben que van a morir;
y las que hubieran querido ser algo más, y no fueron
sino sus propios ojos detrás de una ventana;
y las que quise algún día, y he vuelto a ver
más pequeñas y más viejas que entonces.
Y ante el recuerdo, frente a las palabras
que han pretendido aprisionarlas —humo y sombras y olvido—,
pienso que el tiempo nos ha dado muerte a todos,
porque ellas tampoco podrían recordarme ahora.





No hay engaño

Es fácil, a ratos, creer que cuanto me rodea
permanecerá inmutable conmigo:
seres, cosas, pequeños hechos cotidianos
sobre los que he levantado la certeza
de estar viviendo;
y todo llega a ser, entonces, tan hermoso.
Pero la verdad se desliza traidoramente,
como un soplo de aire frío bajo las ropas;
pero la verdad es que el tiempo me derrumba
y que se hace imposible cualquier engaño:
basta recordarla para percibir claramente
que una pequeña luz se me apaga en los ojos,
y que me llega el inconsolable deseo de quedarme quieto
hasta que todo haya acontecido.
Porque es un hecho triste y necesario
contra el que nada vale amurallar el corazón.





El aire de abril

Nunca he vivido fuera de la ciudad, y no sabría decir
cuál es el Viento Norte y cuál el Este,
cuáles el Oeste y el Sur. Pero en abril,
sobre el Valle de México, cuando el calor agobia ya
y las primeras nubes grises emborronan el cielo,
corre un aire quieto cuya frescura
estremece el cuerpo de friolento placer
al secar el sudor en las axilas.
Es el mismo que agita, suave y tenazmente,
las banderas que ondean en los edificios públicos
y que llenan de patriotismo el pecho de los jóvenes,
pero que a mí me recuerda gentes y paisajes que no conoceré;
es el que trae los perfumes de las flores, lejanos,
y el sabor de la lluvia, al que se mezclan
algún olor de música de feria
y el relámpago tibio de los vestidos que levanta.
Sin duda el aire de abril, sobre el Valle de México,
es alegre. Pero es un aire triste, y entristece.





Duda

Cerca de cada uno de nosotros hay alguien
a quien hemos conocido desde casi toda la vida,
pero cuya presencia, blanda ya por tanto tiempo,
sólo hemos entrevisto en unas manos solícitas,
en unos ojos llenos de ternura,
en el sonido afable de una voz, o en el ritmo peculiar
de unos pasos incansables a nuestro alrededor.
Un día, empero, al fijar nuestros ojos un instante en los suyos
—sólo un instante más de lo que acostumbrábamos—,
su existencia nos ha tomado de sorpresa
y ha hecho nacer una pregunta sobresaltada:“¿Quién es?”.
Y se ha vaciado de pronto, lentamente;
se ha convertido en una cáscara que habla y que se mueve
en algo que acciona en torno nuestro, y que nos observa,
mientras un delgado terror nos sobrecoge.





Otra vez la muerte

I

Abrir los ojos al sueño, y, temblando,
entre sábanas frías y recuerdos
y voces que no quieren molestarnos;
entre pasos a oscuras
y focos apagados,
descender y caer —y estar cayendo
sólo con la certeza del cansancio—,
a otro sitio sin luces y sin sombras
y sin sangre y sin tiempo y sin espacio,
donde todo sucede entre algodones
y todo es grave y pálido y opaco.
Y despertar después, a la mañana,
con un sabor de boca tan amargo.


II

Estoy aquí, donde siempre. El día y la hora
nada tienen extraño: son la copia de otros
vividos repetidamente hasta el cansancio.
Pero me siento ahora como quien ha extraviado,
sin leerla, una carta largamente espetada,
o ha llegado tarde a la puerta en que alguien llamó
y, al abrirla, se encuentra solo en el umbral.
Como quien ha dejado sonar muchas veces
el timbre del teléfono. Y no ha contestado.
Y no ha sabido siquiera quién lo recordaba.
Pienso que alguien se ha ido. Que una mujer
perfuma sus cabellos. Que ya no sé estar solo.
Y que alguien ha muerto.


III

Pasarán los días interminables,
aquellos que transcurrieron minuto a minuto
y a cuyo fin creímos no llegar jamás;
y los años, de los que apenas quedará una fecha
en la fotografía de bordes doblados, que nos hará reír
con un poco de rebelde tristeza en la mirada;
y las mujeres que quisimos entrañablemente,
y aquellas otras que no retuvimos junto a nosotros
porque su ternura parecía demasiado firme.
Todo. Pero solamente los blandos de corazón
—los que guardamos flores y cabellos en los libros—,
buscarán la casa de sus juegos infantiles, y sólo ellos,
ante las piedras de las grises paredes derruidas,
ante los vidrios rotos y la herrumbre y el polvo
y la humedad sin fin, pensarán que ya es tiempo
de ponerse a escribir la mitad del último poema.


IV

Cuando todo haya pasado,
cuando no quede sino un pedazo de carne,
amarilla, floja, desconsolada,
de lo que un día fuera el corazón;
cuando el silencio no me despierte a media noche,
haciéndome llorar con el miedo de la muerte vecina;
cuando la boca se me llene de tierra, yeso ya no me importe,
y se me deshagan lentamente los ojos y el pelo,
en el verano, por el agua de la lluvia,
alguien dirá, sin duda, que ya soy feliz,
y rezará en silencio por mi alma lleno de compasión.

Y creerá, si un inexplicable deseo de soledad
y un cansancio infinito lo asaltan de pronto,
que se trata solamente de cosas pasajeras…





Para decir adiós

I

Cuando el corazón está haciéndose pedazos;
cuando nos morimos un poco más de prisa cada día,
porque a cada día nos olvidan un poco más;
porque hemos dejado de ser algo importante
a los ojos de alguien, para quien, alguna vez,
lo fuimos todo.

Cuando sabemos que eso ya no tiene remedio,
y cuando al estar solos, y a oscuras, nos llega siempre
el sentimiento de la muerte; o cuando nos miran
y pueden creer aún que estamos en paz
porque no conocen nuestros pensamientos.

Como, por ejemplo, ahora.

Regresan a nosotros, como si supieran
que nos es necesario un poco de consuelo:
las viejas y queridas palabras ya olvidadas
—y la vieja soledad y la amargura antigua—
y la vieja poesía que tantas veces detuvo
la caída del mundo sobre nuestros hombros.


II

(¿Por qué tuve que esperar a que se fuera
para soñar con ella?)

¿Por qué nunca aprenderemos
que el sufrimiento empieza al otro día,
y que el castigo de pronunciar ciertas palabras
es una muerte lenta, perpetua, inexorable…

(para llorar por ella)

…porque también las palabras pueden asesinar,
y porque adiós es una palabra vengativa,
y porque yo la he pronunciado?

(para llorar por ella)


III

Sólo pude otorgar el sufrimiento,
no la luz, no la paz, no la alegría
del buen amor, ni la esperanza pude.

Las manos me cuelgan a los lados, ahora,
como pañuelos estrujados y llenos de lágrimas,
o como dos animales atemorizados.

(¿Por qué le dije adiós?)

¿De qué escribe un poeta
cuando vuelve a sentirse solo y se le cierra el mundo,
cuando le nace el miedo a tanta soledad?

(Que no me diga adiós. No con las manos
que el canto del amor adormeciera;
ni con los ojos apagados diga
adiós a mi ternura; que no sea
su voz la que pronuncie la palabra
que todo lo aniquila, ni florezca
la turbia flor de la nostalgia encima
de la que cultivaba mi tristeza).


IV

Yo no puedo hablar ahora de otros hombres que sufren,
de tantos crímenes cometidos a todas horas
y cuyo solo nombre es manantial del terror.
¿Cómo pensar en el dolor que me rodea
si yo mismo no soy más que una agua quebradiza,
una sombría soledad,
una tristeza amarga doliéndose y llorando?


V

(Que no me diga nunca la palabra
donde el olvido interminable acecha).





En memoria de un niño difunto

I

Hablar es un esfuerzo demasiado grande
cuando se tiene un nudo en la garganta
y los ojos arrasados en lágrimas.

Yo no debería llorar ahora: lo que quiero
decir necesita una voz clara y potente,
una voz metálica, sonora, una voz
que no se deje quebrar por la emoción: que no tiemble.
Pero ha muerto un niño, y siento como si alguien
estuviera arrancándome el corazón por la espalda.


II

Se secaron los ríos redondos de sus ojos.


III

Sus dedos arañaron la tierra cuando supo
que no habría perdón. Le llenaron la boca
de tierra. Le taparon, con tierra, los oídos,
pero aun así escuchó sobre la tierra, pausados,
tercos, acercándose a él sobre la tierra,
los tercos duros pasos de la muerte.


IV

Todos habrán estado a solas con su propia muerte.
Todos habrán sentido que nadie (ni siquiera
quienes más los amaban y que hubieran dado
la vida por hacerla), podía darles compañía.

Esto es algo terriblemente oscuro y dramático,
aunque a fuerza de ver morir a los demás parezca
un suceso trivial.
Pero él estuvo, sin embargo, más solo que nadie.

Porque a él lo asesinaron.


V

La cárcel de su piel fue más estrecha todavía.


VI

Cómo decirle ahora una palabra de ternura;
cómo decirle ahora que yo lo quería
porque era un niño,
porque era un niño negro,
porque era un niño negro y él no lo supo jamás.

Cómo decirle ahora que he llorado su destino
con lágrimas de rabia, de impotencia, de ira;
cómo decirle ahora que aún me resisto a creer
—a pesar de su cuerpo bárbaramente sacrificado—,
que todavía pululen, sobre la indiferente
costra del planeta, bestias humanas como aquellas
que le dieron esa muerte insufrible.
Y así es, sin embargo.


VII

No fue en Granada el crimen. Fue en un lugar tan perdido
para el amor y la piedad que todos los caminos
que conducen a él ya no van después a ninguna parte.

Oh, Till: tú vivías en la creencia
—¿no lo sabías? ¿no lo sabías, dime?—
de que tu corazón, tus manos y tu sangre
te hacía igual a todos los hombres de la Tierra.
Y qué trágica inocencia la tuya.
¿No lo sabías? ¿No lo sabías, dime?
¿No sabías que no eras igual?
Es verdad que tu corazón bendecía el milagro
de cada nuevo amanecer; que te alegrabas
con cada nueva primavera; que también buscabas
—siendo tú, apenas, un ala sólo para el vuelo—,
por pequeña que fuera, la felicidad
que sin duda te había sido guardada.
Todo ello es verdad. Pero debiste preguntar
a tus hermanos. Ahora has muerto ya.


VIII

Y qué incomprensible y qué oscura y qué angustiosa
debió ser la muerte para ti. Te preguntarías
de dónde pudo haber venido tanto odio,
tanto rencor en contra tuya. Llamarías a tu madre
y gemirías, cada vez más silenciosamente,
encogiéndote, pudriéndote ya bajo los golpes.

Espero, nada más, que no los hayas perdonado.


IX

Oh, Till: se secaron los ríos redondos de tus ojos
y sólo yo te recuerdo.





Canciones

1

A veces me gusta mirar las azoteas
de la ciudad en que he nacido.
A veces, en la tarde, cuando las baña el sol.

Me remueven la nostalgia de todo aquello
que no he visto jamás
y que quisiera conocer antes de mi muerte,
o me hacen pensar en viejos retratos
de seres que ya nadie recuerda,
en lámparas extrañas, en muebles rotos,
en antiguos relojes que hace ya mucho tiempo
están marcando la misma hora.

También, a veces, en alguna de ellas
alguien mira, fijamente, a lo lejos.


8

Siento venir, a veces,
del fondo de un paisaje incomprensible,
mis propios pensamientos,
mis anhelos, mis deseos más vivos,
todas aquellas cosas que se escapan
cuando muere la tarde, entre penumbras.

Poco a poco se acercan,
se detienen junto a mí, fatigados,
con las sienes cubiertas de otras nieblas,
con el pelo mojado en otras lluvias,
con polvo de otras tierras en la ropa,
o el corazón colmado
con recuerdos de lejanos lugares.

Sin poder evitarlo,
me invade quedo, la tristeza, y lloro.


11

Hay algo en mí que me lo avisa todo:
la palabra que busco,
el oscuro sentido de las cosas
y el bien y el mal y la tristeza. Y todo.

Una noche, también, al acostarme,
trunco el reloj del tiempo,
me avisará muy suave, suavemente,
que me he quedado muerto.

¿Y quién, entonces, ay, dirá lo que me quede
para siempre en secreto?


14

Es, al principio, una caricia leve
de contenido paso;
la tranquila ternura desganada
que va de labio a labio;
el contacto sereno,
inerte casi, tibio, del abrazo.

Luego la mano que se atreve. El toque
de la piel escondida;
el perfume que sube de su cuerpo,
la sed, la carne viva,
el silencio pesado,
y las lenguas en cruz. Y la agonía.

Sólo, después, el corazón en calma,
el tiempo detenido.
La débil sensación de estar flotando
en un aire muy fino;
los ojos que se cierran,
y el sueño que se acerca. Y el olvido.


15

A veces recordamos:
un gesto basta, una palabra, el roce
de un olor olvidado;
el encuentro de un rostro conocido
pero borroso ya; la inesperada
tonalidad del sol en las paredes;
un color, una calle,
una vieja canción que nos asalta
o el timbre de una voz… Y de improviso
algo muy gris, muy solo, muy lejano,
fantasma de fantasmas,
nos quiebra el corazón. Y recordamos.





Elegía

Desde niño aprendí que todas las cosas del mundo
tienen un fin y una causa y un sitio inalterables.
Así lo creyeron mis padres y me lo enseñaron,
y mis abuelos lo creyeron, y yo lo creí.
Nada ha sido modificado desde entonces:
la soledad existe para que hombres y mujeres
sientan el deseo de estar acompañados
y nazca, así, el amor, naturalmente.
Y las tardes fueron hechas para que los recuerdos
se agudicen, y dejen la suave melancolía
del pasado. Porque sólo esto, y no otra cosa,
es, a veces, la felicidad.
Y el poder existe para enseñar a los vencidos
que la mansedumbre es una hermosa virtud
y la humildad y el conformismo timbres de grandeza.
Y si las hojas de los árboles, volando
amarillentas, caen de los árboles en otoño,
sólo es para recordarnos la muerte de un año más.
Y la primavera y la lluvia y el viento
y el deseo de hacer algo grande y maravilloso
y las mariposas y el mar y la miseria
y el ritmo de la sangre y la rebeldía,
todo está hablándonos de un orden perfecto.

Nadie osará romperlo. Nadie lanzará la piedra
que altere la tranquila superficie de la vida.
Porque más sabios que nosotros fueron nuestros padres,
que miraron, con la misma perfecta parsimonia,
sus recuerdos felices y la triste desnudez
de los niños ajenos, en las calles;
o el vuelo repentino de las hojas
y el agrietado seno de una madre. Y seco.
Que nadie alce la voz. Que nadie llore.
Que nadie intente conmover a nadie:
escriban los poetas sus cantos de amor,
porque consuelan a quienes no ha sido entregada
una sola palabra de ternura que callar;
den a luz las mujeres, porque —tal vez— de sus hijos
nacerán, algún día, la justicia y el consuelo;
que los hombres melancólicos permanezcan
con las manos dulcemente cruzadas sobre el pecho;
que los mansos inclinen la cabeza,
y que todos aborrezcan el pan de cada día
porque al sudor ya le han mezclado sangre y amargura.
Que todo siga igual, que cada cosa se conserve
en el sitio que le ha marcado la costumbre:
no cometamos el error de ser sentimentales,
porque ningún hombre es lo bastante fuerte
para alterar, él solo, Los Designios.

Pero que por lo menos alguien diga
que no ha muerto del todo la esperanza…

Y yo voy a decirlo. Y que somos una raza noble,
generosa, grande para el dolor y el infortunio.
Y también que cuando tengamos en las manos
el verdadero amor y el odio verdadero
nadie nos detendrá. Nada ni nadie.
Yo, que sólo tengo palabras y un poco de poesía
que poner en ellas; yo, que no sé quién soy,
de dónde he venido; que no quiero el lugar
que sin duda alguna se me tiene asignado,
yo nada más quisiera convertirme,
a cambio de lo que no puedo dar ahora,
en tierra, en pueblo, en aire de las bocas
que un día reclamarán justicia; en el nervio
de las manos que un día tomarán justicia,
en el corazón de los hombres que algún día
van a buscar y a conseguir justicia,
cuando llegue el momento.
Yo voy a estar ahí. Yo podré verlo.





Sonata

I

Nadie puede cambiar súbitamente su existencia,
dejar de asistir a su sitio predilecto
y abandonar los objetos que siempre lo han rodeado;
apartarse de las gentes con las que a diario charla
o descubrir que hace tiempo que sus palabras
están delgadas y luidas.
Porque sucede que, a fuerza de hacer siempre lo mismo,
la risa, el odio, el llanto, la tristeza
desaparecen bajo una gruesa capa de polvo;
y objetos y palabras y gentes y lugares
se desvanecen como el color de una tela
que estuvo mucho tiempo bajo los rayos del sol.
Pero un día, de pronto, algo nos golpea
como una piedra en la mitad del pecho
y en el cerebro y en la boca del estómago,
de tal manera que sólo acertamos a mirar
—un instante que luego habrá de parecer eterno—,
estúpidamente un punto en el espacio:
así nos toman las palabras por sorpresa.
Llegan, corren, irrumpen desbaratando todo aquello
que levantábamos entonces para estar tranquilos,
inesperadas. Y tan amadas y tan temidas
como los hijos que nunca hemos dejado nacer
y que toman la vida, sin que sepamos cómo,
de nuestros más queridos y más abandonados sueños.
Yo sé que nadie, nunca, ha podido hacerlas callar
cuando vienen a desquitarse del olvido.
Son feroces y crueles enemigas
que golpean hasta sentir los brazos insensibles;
que nos gritan —hasta que se nos llenan los oídos
de angustia y de amargura y de arrepentimiento—,
todo lo que nunca debimos olvidar
sino con la última muerte, verdadera.


II

Y como quien vuelve de un profundo desmayo
y abre despacio los ojos adoloridos;
o como quien sale de una larga convalecencia
y tiene que recuperar sus fuerzas poco a poco,
empezamos a comprender, bajo el implacable
golpeteo de las palabras que renacen:
sólo hemos vivido una interminable mentira
parapetados detrás de frases vacías,
de falsas y soberbias actitudes
con las que hemos pretendido conservar la apariencia
de una vida plena, fructífera y equilibrada;
hemos dejado que la poesía cotidiana pase,
como si no fuera un huracán lleno de ira,
sin permitir que nos agite ni un cabello,
y sin dejar que deje en nuestras ropas
ni una brizna de polvo, ni una gota de lluvia,
ni un pedazo de pétalo pudriéndose.


III

Empezamos a comprender:
Que amor no es solamente apego a una costumbre,
deseos de acariciar una piel suave o de sentir
que hay alguien que nos acompaña para siempre;
sino también la necesidad imperiosa
de ver por todos los demás, y de tender la mano
para ofrecer el pan y la esperanza.
Y que la libertad no puede seguir siendo
nuestro derecho a ser indiferentes.
Que hemos vivido culpablemente limpios.
Que patria no significa el lugar en que reposan
nuestros mayores, ni el sórdido fragmento de tierra
en que hemos asentado una mesa y un lecho;
que la patria es una ola de miseria y de llanto,
un alarido abierto, un borbotón de sangre,
una oscura corriente sin camino.
Que es necesario arrancarnos el corazón,
limpiarlo de telarañas y lavarlo y bruñirlo
y empuñarlo, como una espada vengativa.
Y no dormir de noche ni de día.
Y ya no hablar con voz pausada y tolerante
sino a gritos y a golpes de amargura.
Y que vamos a llenamos de horror hasta los codos.





El retorno


Hoy para hablarte me he quedado solo;
cerré para estar solo todas las ventanas,
el ojo alegre de las cerraduras
y los libros y las puertas. Y todo lo he cerrado.

Nomás los labios no, ni estas atormentadas
palabras que irán naciendo de mis labios a oscuras.

Es muy verdad que yo hubiera querido hablarte,
como antaño, del amor y las cosas que nos unen;
hubiera querido decirte largamente
que te quiero, que me gusta que me sigan tus ojos,
que no hay suavidad como la de tus manos,
pero hace afuera un aire erizado de gritos,
¿comprendes?,
pero algo trágico está sucediendo allá afuera,
y yo no lo sabía.

Mira: sólo el amor no basta;
tampoco basta con querer que nuestros hijos
sean los más hermosos o los más inteligentes,
porque ahora sé que en ellos le daremos al mundo,
únicamente, más carne para el dolor,
otro recinto de amarguras,
otra enturbiada fuente de lamentos;
ni siquiera bastaría que tú y yo y nuestros hijos
fuéramos a detener a todos los que pasan,
para preguntarles, con un gesto amistoso,
por qué están desesperados, por qué gritan así,
por qué llevan la vida como la más estúpida,
la más innoble o la más feroz de las tareas.

Nadie me escucharía, ¿sabes?,
creo que nadie nos escucharía.
Y tendrías también que sentir lo que yo, ahora:
aquí encerrado tengo la certeza
de que si cogiera el teléfono y llamara,
y llamara, y llamara hasta morir de sed y hambre,
todos los números contestarían ocupados.

Podría también abrir las ventanas y gritar;
gritar por la mañana, por la tarde, por la noche;
aullar, gritar hasta que todo el mundo se despertara
destrozarme gritando y gritarles y gritarles.
Pero para hacer eso es necesario ser heroico,
y yo no soy más que un hombre con el corazón desgarrado
y convencido de que ya no existen los héroes,
de que nadie mueve un dedo para salvar a nadie:
todos están cuidando sus pedazos de pan duro,
cepillando con agua su único traje
para evitar que se vea pardo,
pensando en una hermosa mujer que se entregara gratis.

Los héroes…
(Cuando llegues a estas dos últimas palabras, los héroes,
te ruego que las digas con una voz cuidadosa,
como si anunciaras a alguien la muerte de sus padres.)

Ya no hay héroes, ¿me oyes?, ya no hay héroes:
todos asisten diariamente a una oficina
y son buenos empleados y trabajadores;
todos están casados y tienen hijos innumerables,
y acostumbran hacer un paseo dominical,
provistos de bolsas en las que hay tortas y refrescos.

Corren un poco entonces y golpean una pelota
o tratan de subirse a un árbol inclinado y pequeño
para demostrarse que aún siguen siendo los mismos.
Luego comen, hablan sabiamente del aire puro,
satisfechos de su existencia reposada y cómoda,
y regresan a sus casas y se duermen tranquilos,
tras de poner su dentadura en un vaso con agua.
Y yo no sabía nada de esto y estaba mudo,
y me levantaba contento en las mañanas
y hablaba de amor y de nostalgia, como lo más hermoso
y lo más terrible que puede sucederle a un hombre.

Se aprenden, sin embargo, palabras oscuras,
y cambian de sentido nuestras viejas palabras.
Si ellos quisieran mirar a su alrededor,
si ellos quisieran mirar a su alrededor, y ver,
y si ellos vieran que el mundo ya no es sencillo,
si por lo menos sintieran algo del dolor del mundo,
si se conmovieran, por lo menos, con un verso sencillo,
si un odio simple les partiera el alma,
si por lo menos lloraran con un dolor sencillo;
su pecho no sonaría más como un ataúd:
sabrían que las sirenas de las ambulancias
aúllan, como mujeres enloquecidas, al olor de la sangre;
que hay niños que se quejan suavemente,
como si cantaran una antigua canción,
porque se están muriendo sin que nadie lo sepa;
que hay gemidos y palabras entrecortadas
brotando de zaguanes oscuros, de cuartos de hotel,
de estrechos callejones donde el hombre se refugia;
del quejido impotente y opaco y terroso
de los que caen diariamente bajo la violencia;
del odio de los que roban por vez primera
porque ya nada tienen que pueda serles robado;
que hay cantos lúgubres en las iglesias
y coros aterrorizados en los hospitales;
conocerían el zumbido plomizo del silencio
de los que ya aprendieron que todo es inútil.
Y quizá entonces cada uno tomara su corazón,
henchido, inflado, hinchado por la ira
y por el llanto y la desesperanza,
y lo arrojara desde su turbia torre de marfil,
como semilla grande para el florecer del héroe;
para alfombrar de púrpura valerosa el camino
que haya de pisar mañana el héroe verdadero.
¿Estás haciéndome caso?: el héroe verdadero.
El que lleva en las sienes una corona de espigas
y en el pecho un corazón de pan tranquilo y vigoroso.

Compréndeme ahora: se engañan quienes creen
que sólo ante un lecho de muerte uno se despide,
para siempre, de todo aquello que le es querido:
estoy vivo, y estás viva, y existe la esperanza,
pero tengo que despedirme de estas palabras mías
que no gritaré jamás, porque sólo soy un hombre.
Pero ojalá llegue alguien que las arroje al aire:
ya sé que muchas serán arrastradas por el viento,
entonces, y que algunas caerán sobre azoteas
y que lentamente irá secándolas el sol
y pudriéndolas la lluvia;
que otras quedarán sobre el asfalto de las calles
y que serán comida de los perros,
pero que una, la más limpia y serena de todas,
acunará la infancia del que estamos esperando.

Eso era todo lo que quería decirte.
Ahora voy a salir de nuevo a la calle:
deséame la mejor suerte,
y que tenga la fuerza de voluntad necesaria
para no dejarme acobardar, como ellos.



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