Para
el estado de Guerrero en general —Acapulco, Taxco, San Luis Acatlán,
Chilpancingo, Marquelia... que incidieron de algún modo en mi concepción
mundana—, y para Tlalchapa en particular, que evitó que me convirtiera en un citadino
ignorante y altivo.
En el año de 1986, la
Secretaría de Educación Pública (SEP), por medio de la Dirección General de
Publicaciones y Medios, editó las Obras
Completas de Ignacio Manuel Altamirano.
El tomo VI se ocupaba de la poesía,
cuyos prólogo y notas fueron realizados por Salvador Reyes Nevares.
A decir verdad, no recuerdo con
certeza el día en que compré dicho libro. Sin embargo, sé que fue durante una
de mis tantas peregrinaciones bibliófilas por la calle de Moneda, en el Centro
Histórico, pues se conservan algunos datos en la etiqueta de las Librerías de Ocasión: 08/03/95; $ 10.00 —un poco más de medio euro.
Se trataba de un ejemplar muy
deteriorado. Además de hongos en algunas de sus páginas, las huellas de la
humedad, distinguibles en los bordes y la deformación y dureza de las hojas —sin
mencionar los defectos de impresión: franjas verticales de color verde que
rompían la armonía— complicaban ya no la lectura, sino su simple apertura.
Además de recoger los textos
que aparecieron en Rimas, volumen que contiene buena parte de la obra
poética de Altamirano, esta valiosa investigación rescata algunos otros poemas tanto
de publicaciones externas como de un manuscrito existente en la biblioteca del
Instituto Nacional de Antropología e Historia, al que el editor se refiere como
“Manuscritos. Carpeta negra” —después de releer Poesía, para preparar esta entrada, la cubierta, que es de ese mismo color, se
ha convertido en una carpeta: las hojas se desprendieron.
Hace poco, deambulando por la
librería Educal del Centro Nacional de las Artes (CENART) me encontré con que
el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) había publicado una
edición revisada y actualizada de los 24 tomos de las Obras completas del autor.
La referencia más remota que
tengo respecto del nombre Altamirano se relaciona con la población comercial
que se ubica en la región de la Tierra Caliente del estado de Guerrero —esa
donde en otro tiempo los hombres se mataban a machetazos—, pues era la última
escala antes de llegar a Tlalchapa, “río de tierra arenosa”, o “juego de pelota sobre agua”, de acuerdo con otra versión, de donde
proceden las dos ramas de mi familia, y adonde viajábamos durante las
vacaciones.
Recuerdo que mi mente infantil
se solazaba jugando con la ubicación de Ciudad Altamirano, la “frontera” de
Guerrero con Riva Palacio, Michoacán: poblados divididos apenas por un puente —en el
decurso me he percatado de la feliz coincidencia de que los apellidos de dos de
los hombres más ilustres de la historia de mi país, que en vida fueron amigos,
hayan coincidido topográficamente.
De este lugar de calor inmisericorde,
aun en la sombra, también guardo aquel “cuento” en que se narraba que el
mismísimo Diablo amenazaba a sus hijos con mandarlos a Altamirano si no se
portaban bien.
Los
guerrerenses solían responder así cuando alguien les preguntaban en dónde
habían nacido: “Soy de la tierra de donde el más cobarde fue Cuauhtémoc, y el
más ignorante don Ignacio Manuel Altamirano”.
Lo cierto es que la figura de
Altamirano es ensalzada, pero no necesariamente conocida. Se le recuerda frecuentemente con sensiblería como
el “indito” que aprendió a hablar español a los catorce años. Sin embargo, fue
mucho más que eso. Un visionario que manifestó la necesidad de consolidar al
país, preponderando la educación y señalando, en su condición de pensador liberal, sin misericordia al clero. Como tal, se relacionó y carteó con otro indígena
destacado de su tiempo: Benito Juárez, mientras participaba de las luchas que enfrentaba la nación.
Según los especialistas, se
trata del creador de la “Novela de autor o artística”, en contraposición a la
llamada “Novela de folletín” —y no pocos, lo consideran “El padre de la literatura mexicana”. El
zarco y Clemencia son las obras por las que se le recuerda como escritor. Sin embargo, sus artículos nos conservaron también la vida cotidiana de
la gente de su tiempo: Paisajes y leyendas, tradiciones y costumbres de
México.
Altamirano fue un poeta
inconstante, como transcribe el referido Reyes Nevares al retomar a Ezequiel A.
Chávez: “Su trato con la poesía sólo se produjo, con asiduidad, de su juventud
a su etapa inicial de madurez, durante dieciséis o diecisiete años. Luego,
aunque no cesó por completo, se volvió sumamente esporádico.”
Enrique González Martínez —aquel
que le torciera el cuello al cisne— señaló que “hizo sus versos limpios,
naturales y melodiosos, cuidando la forma castiza que guardó celoso a pesar de
los vocablos del terruño, y su estilo de poeta fue siempre culto, elegante y
fino”.
Ignacio
Manuel Altamirano (1834-1893). Nació en Tixtla, Guerrero, y murió en San Remo,
Italia. Escritor, periodista, maestro, jurista, orador, político, fundador de revistas
y periódicos.
Participó
de la revolución de Ayutla, la guerra de Reforma y combatió contra la invasión
francesa.
Se
desempeñó como diputado en el Congreso de la Unión en tres períodos. Fue procurador
General de la República, fiscal, magistrado y presidente de la Suprema Corte,
así como oficial mayor del Ministerio de Fomento. También trabajó en el
servicio diplomático mexicano como cónsul. Fundó el Liceo de Puebla y la
Escuela Normal de Profesores de México.
En
su honor se instituyó una medalla con la que se premia los 50 años de labor
docente. En su estado natal se entrega el Premio Nacional de Novela y Poesía
Ignacio Manuel Altamirano.
Traté
de ofrecer textos que manifestaran las diversas venias poéticas del autor, si
bien el propósito inicial era difundir únicamente su poesía satírica, tan poco
conocida.
Aunque
se le considera un escritor romántico, hay quien señala que Altamirano es un
precursor del modernismo.
Los
poemas más celebrados por la crítica son Los
naranjos, Las amapolas, Las abejas y Al Atoyac —en su obra figura otro poema bajo el nombre de El Atoyac—, considerados clasicistas.
Dedicó
cinco poemas a Carmen, un amor fallecido de la juventud, y uno más a su madre;
sin mencionar varios “versos de circunstancia” que escribió para los álbumes de
las mujeres, tal como establecían las costumbres de la época.
En la muerte de Carmen, Al
pie del altar, En su tumba, Pensando en ella, Al Xuchitengo, Recuerdos, Las abejas, La plegaria de los niños, A
Iturbide, A orillas del mar, A Ofelia Plissé... son composiciones que
opté por no transcribir, pero que invitó a los lectores interesados a buscar y
leer. (Ofrezco
aquí un vínculo donde se compilan algunas de estas poesías, aunque prevengo al
lector de que contienen muchas imprecisiones ortográficas: http://www.los-poetas.com/alta/alta1.htm).
Para
mí ha sido un gratísimo descubrimiento su poesía satírica y burlesca, pues no
me imaginaba que una personalidad de su talante pudiera concebir tales
registros.
Para
iniciar la selección, a manera de introducción, copié parte del extenso pie de página que acompaña al
poema A Leonor en su álbum de la
investigación referida líneas arriba, intitulado “Versos inéditos del Indio
Altamirano”, publicado por Rafael Heliodoro Valle en El Universal Ilustrado el 20 de abril de 1922:
Los
biógrafos nos dicen que Francisco Altamirano y Gertrudis Basilio, sus padres,
eran indios que no tenían más que una choza que frente al paisaje familiar
elevaba el humo de la honrada pobreza: don Francisco y doña Gertrudis habían
heredado el apellido Altamirano de un español que bautizó a sus antecesores.
Hasta los catorce años, casi salvaje, descalzo, sin saber hablar español, el
muchacho dejó de apedrear los pájaros y de reñir con los chicos del contorno; y
gracias a la ley de 1849, obtenida a favor de los indios del estado de México
por empeño de El Nigromante, el joven Ignacio Manuel pudo entrar al Instituto
de Toluca, en donde a los pocos días fue bibliotecario. Los biógrafos nos lo
muestran sentado a puerta del aula en que don Ignacio Ramírez repartía el pan y
el vino de su palabra y que el curioso indito fue invitado un día por el
maestro para que lo escuchara de cerca.
La
poesía del recuerdo nos embellece su hermosa figura; el mármol del amor lo
yergue en las alamedas de la evocación; y he aquí que nos lo imaginamos en el
medio día augusto de su inteligencia, cuando en torno de él bullía una
impaciente muchachada de la que era corifeo mental y a la que él nutría con los
siete panes y los siete peces de su maravillosa palabra. El maestro por
antonomasia, y que lo que fue de otro a quien así llamamos sin nombrarlo —ya de
don Justo—, llevaba en la fisonomía, según expresión de éste, un no sé qué de
diabólica resplandecencia.
[...]
Él,
que venía de las entrañas de una raza que había callado obedeciendo, fue la
palabra airada; llegaba de la oscuridad para hacer cantar a la luz, y como si
hubiera sabido, sin leerlos su “Padre Las Casas” su “Palafox y Mendoza” y su
“Barón de Humboldt”, él no se resignó a ser bueno del todo “como las
golondrinas”, y si tuvo cortesía y humildad con los humildes y corteses, fue
soberbia ínclita, odio fecundo para los que aún se creían encomenderos. Cortés,
pero no silencioso, con mañas de arcángel vengador, pero con excelsitudes de
niño, él no era indio más que por la fiereza del amor y la iluminación del
odio. Sin poder hablar español era como la campana de bronce torvo que apenas
podía balbucir su sonoridad; pero el indio consoló al prebendado diciéndole:
“No te aflijas, padre, que luego que naciste, no supiste hablar, y después con
el uso hablaste bien; así esta campana ahora esta recién nacida, en meneando
muchas veces la lengua, con el uso hablará claro.” Campana de bronce bruno y de
oro interior, tenía la dulzura de todos los ecos de la cólera cenital de muchas
vehemencias; y cuando la patria se vio en horas más lúgubres que las de la
peste o el incendio, él se derramó a los cuatro vientos de la Rosa para
convocar al pueblo al solemne epinicio, para llamarlo a la misa roja de la
rebeldía cuando el mal francés estaba derramando sangre santa de Francia en
defensa del Príncipe Barba de Oro.
Con
su cabellera revuelta como un airón de cacique, o a guisa de morrión de ave
brava, así aparece: el niño que allá en la tierra caliente veía pasar las
sombras de los dioses muertos. Llegó a hombre, se pulió, se suavizó, se
civilizó y fue entonces un civilizador militante, pero nunca pudo amansar el
ave revuelta de su melena. Por los ojos se asomaban a ver el mundo, como por
las ventanas de un santuario, una divinidad batalladora, un número que traían
la misión de encender lumbre contra el vendaval. [...] Alamán, engreído de su
buena mocería y elegancia, se hubiera asustado de la fealdad de este indio
rebelde en cuyos ademanes se enardecen las iras del último cacique. De él, como
de Ramírez, puede afirmarse que “tenía la gravedad melancólica”; pero como el
demoníaco demoledor, se le alborota el corazón, ebrio de un vino bárbaro,
recitando aquel terceto que parece desprendido de un lapidario bajorrelieve de
amargura:
En indio ser mi vanidad se funda,
porque el indio alimenta en su miseria
a los vasallos de Isabel Segunda.
Y
fue también el trino confiado su dulzura a la inquietad del huracán, el iris y
el murmurio en la onda del mar espiritual de su época. Dio a comer y a beber su
corazón el banquete propiciatorio de la poesía: sus versos son los hijos que
alimentó con su frenesí y su benevolencia inagotable. Amó porque era un alma
amante y porque tuvo la santidad del que comprende; odió porque así también
amaba, pero con la certidumbre de la llama que va a través del metal,
acrisolándosele timbre y colorido.
En
el huerto de la erudición, donde las rosas se abren defendidas por paneplias de
espinas, la paloma de su madrigal voloteó en un aire translúcido, derrochando
las pedrerías del arrullo; pero qué fiera falcónida la que alzaba el vuelo
cuando los ojos se le cuajaban de presagios y en las manos se le insinuaba el
temblor de las garras. América está orgullosa de esas almas claras que
florecieron en el huracán y aromaron en la brisa; se ufana de Martí y
Altamirano, porque conducen a almas oscuras por el camino que su luz abre hacia
la iniquidad de la noche.
“En
México no ha habido más cruzadas que contra los indios, ni más recuerdos
caballerescos que la rapacidad de los antiguos encomenderos.” Estas palabras
que le dictó la exaltación, pero que deben ser rectificadas, le ponían brasas
en las plantas como si los tres siglos de mutismo de su gente le exigieran la
revelación de un tesoro escondido ¡y cómo lo iba revelando a diario en su
conversación, en el aula, en el periódico, donde quiera que había un surco
capaz de recibir su simiente!
[...]
Me
parece que ha llegado el momento de pensar en Altamirano y los versos aquí
están.
A
Leonor en su álbum
El oscuro color de mi semblante
ha espantado tal vez vuestra
belleza,
porque queréis, señora, en
vuestro amante
un monstruo de hermosura y
riqueza.
Cuando algún indio como yo,
señora,
de tez cobriza, de melena dura,
de una Venus de Gnido se
enamora,
debe hallarse atacado de
locura.
Todo eso habéis pensado, lo
imagino,
la amarga chanza de mi suerte
es esa,
siempre encuentro una tonta en
mi camino,
siempre algún animal se me
atraviesa.
¿Pensasteis que os amé? Pues
estáis loca,
Vuestra hermosura tan preciada
y fiera
no conmovió mi corazón de roca,
ni mi alma desdeñosa y
altanera.
Yo odio a las mujeres
casquivanas
que abundan como vos, sin duda
alguna,
que andan de sus personas muy
ufanas
sin mirarse jamás en su
tontuna.
Hermosura sin gracia me
encamorra
con ella el gusto y la
paciencia quiebro,
y me obliga a gritar como la
zorra:
al diablo la cabeza sin
cerebro.
Algunos pollos se belleza
envidian,
su pesada insulsez, su alma de
barro;
pero a mí, qué demonio, me
fastidian
y me causan jaquecas y
catarros.
Al escuchar ¡Jesús! Tanto
rebuzno
en bocas tan bonitas, es un
rayo
el que me cae encima, me
espeluzno
y me da un patatús y me
desmayo.
Es la verdad, mujeres
currutacas
que los salones como vos
infestan,
qué cotorras, qué chirrios, qué
matracas,
por la virgen del cielo, que me
apestan.
Pienso más alto, niña: yo no
busco
cariátides de hueso un solo
instante,
burlo a mis olas su atractivo
brusco,
les vuelvo las espaldas, y
adelante.
Yo busco en la mujer el
ardimiento,
la palabras elocuente y
seductora,
el fuego celestial del
pensamiento,
la virtud atractiva y
brilladora.
Una mujer hermosa, más vacía
de sentido común y sin
modestia.
Que en su cadera muelle se extasía,
perdonadme, señora, es una
bestia.
Sois una pobre niña
atolondrada,
llena, es verdad, de flores y
esencia,
hembra de Meganapo desdichada,
afuera brillo, dentro
impertinencia.
No faltará algún tonto que os
espete
mil himnos lisonjeros, no lo
dudo,
ni faltará algún lúbrico vejete
que os pida ansioso para ser
cornudo.
¿Pero yo enamoraros? Ni por
pienso,
no me habéis, de seguro,
sondeado,
tengo un orgullo insuperable,
inmenso;
contra ese orgullo el vuestro
se ha estrellado.
Yo soy un indio como nadie feo
y me vivo soberbio en mi
pobreza,
pero a los míos desdeñoso veo,
sin inclinar la cabeza.
Ando muy orgulloso de mi cuna,
nací en el Sur, y aunque nada
os cuadre,
jamás pedí limosna en puerta
alguna,
como los hizo otra vez vuestro
padre.
El padre mío siembra en la
montaña
laborioso el maíz, no está
idigente,
mantiene a su familia en su
cabaña
y eleva limpia su altanera
frente.
¿Hace otro tanto el vuestro? Se
recuerda
algunas mocedades imprudentes
que lo hicieron muy digno de la
cuerda
y del hondo desprecio de las
gentes.
Os repito, soy hijo de esos
parias
que habitan las oscuras
serranías,
que construyen sus chozas
solitarias
en las selvas más tétricas y
umbrías.
Y vos de un destrozado
aventurero
que llegó a Veracruz de las
Españas,
cubierto apenas ¡ay! con un
braguero,
que partía de clemencia las
entrañas.
Ya que ostentáis tan descarado
orgullo,
mostradme vuestra alcurnia, no
la envidio,
porque según nos cuenta algún
murmullo
papá es un pajarraco de
presidio.
Aún más anuncian, niña; me han
contado,
no sé qué habrá de cierto en
las historias,
que tiene en las espaldas
dibujado
un diablillo en recuerdo de sus
glorias.
Pero dejando aparte esos horrores
¿Cómo pensáis poder,
bobalicona,
que la llama inmortal de los
amores
arde por vos en mi gentil persona?
Y no obstante, mirad, no soy de
hielo,
yo adoro a una mujer, dulce y
hermosa,
la adoro como a un ángel de ese
cielo
que os ha negado una alma
luminosa.
Ella me ama también, porque
ella piensa
que al través de mi cutis tan
oscuro,
brilla la llama de pasión
inmensa,
y un pensamiento fulgurante y
puro.
¿Yo diera esa mujer por vos?
Desbarro,
era tener mi testa de borrico.
¿Yo cambiar una copa por un
jarro?
¿Yo dar un ruiseñor por un
perico?
Sois muy bisoña aún, pobre
coqueta,
y habéis gritado con orgullo
necio:
¡Voy a mortificar a ese poeta!
Os engañasteis, niña, yo os
desprecio.
1864.
Al
Atoyac
Abrase el sol de julio las
playas arenosas
que azota con sus tumbos
embravecido el mar,
y opongan en su lucha, las
aguas orgullosas,
al encendido rayo, su ronco
rebramar.
Tú corres blandamente bajo la
fresca sombra
que el mangle con sus ramas
espesas te formó:
y duermes tus remansos en la
mullida alfombra
que dulce primavera de flores
matizó.
Tú juegas en las grutas que
forman tus riberas
de ceibas y parotas el bosque
colosal:
y plácido murmuras al pie de
las palmeras
que esbeltas se retratan en tu
onda de cristal.
En este Edén divino, que
esconde aquí la costa,
el sol ya no penetra con rayo
abrasador;
su luz, cayendo tibia, los
árboles no agosta,
y en tu enramada espesa, se
tiñe de verdor.
Aquí sólo se escuchan murmullos
mil suaves,
el blando son que forman tus
linfas al correr,
la planta cuando crece, y el
canto de las aves,
y el aura que suspira, las
ramas al mecer.
Osténtanse las flores que cuelgan
de tu techo
en mil y mil guirnaldas para
adornar tu sien:
y el gigantesco loto, que brota
de tu lecho,
con frescos ramilletes
inclínase también.
Se dobla en tus orillas,
cimbrándose, el papayo,
el mango con sus pomas de oro y
de carmín;
y en los ilamos saltan, gozoso
el papagayo,
el ronco carpintero y el dulce
colorín.
A veces tus cristales se
apartan bulliciosos
de tus morenas ninfas, jugando
en derredor:
y amante las prodigas abrazos
misteriosos,
y lánguido recibes sus ósculos
de amor.
Y cuando el sol se oculta
detrás de los palmares,
y en tu salvaje templo comienza
a obscurecer,
del ave te saludan los últimos
cantares
que lleva de los vientos el
vuelo postrimer.
La noche viene tibia; se cuelga
ya brillando
la blanca luna, en medio de un
cielo de zafir,
y todo allá en los bosques se
encoge y va callando,
y todo en tus riberas empieza
ya a dormir.
Entonces en tu lecho de arena,
aletargado
cubriéndose las palmas con
lúgubre capuz,
también te vas durmiendo,
apenas alumbrado
del astro de la noche por la
argentada luz.
Y así resbalas muelle; ni
turban tu reposo
del remo de las barcas el
tímido rumor,
ni el repentino brinco del pez
que huye medroso
en busca de las peñas que
esquiva el pescador.
Ni el silbo de los grillos que
se alza en los esteros,
ni el ronco que a los aires los
caracoles dan,
ni el huaco vigilante que en
gritos lastimeros
inquieta entre los juncos el
sueño del caimán.
En tanto los cocuyos en polvo
refulgente
salpican los umbrosos yerbajes
de huamil,
y las oscuras malvas de algodón
naciente
que crece de las cañas de maíz,
entre el carril.
Y en tanto en la cabaña, la
joven que se mece
en la ligera hamaca y en
lánguido vaivén,
arrúllase cantando la zamba que
entristece
mezclando con las torvas el
suspirar también.
Mas de repente, al aire
resuenan los bordones
del arpa de la costa con
incitante son,
y agítanse y preludian la flor
de las canciones,
la dulce malagueña que alegra
el corazón.
Entonces, de los barrios la
turba placentera
en pos del arpa el bosque
comienza a recorrer,
y todo en breve es fiestas y
danza en tu ribera,
y todo amor y cantos y risas y
placer.
Así transcurren breves y sin
sentir las horas:
y de tus blandos sueños en
medio del sopor
escuchas a tus hijas, morenas
seductoras,
que entonan a la luna, sus
cántigas de amor.
Las aves en sus nidos, de dicha
se estremecen,
los floripondios se abren su
esencia a derramar;
los céfiros despiertan y
suspirar parecen;
tus aguas en el álveo se
sienten palpitar.
¡Ay! ¿Quién en estas horas, en
que el insomnio ardiente
aviva los recuerdos del
eclipsado bien,
no busca el blando seno de la
querida ausente
para posar los labios y
reclinar la sien?
Las palmas se entrelazan, la
luz en sus caricias
destierra de tu lecho la triste
oscuridad:
las flores a las auras inundan
de delicias...
y sólo el alma siente su triste
soledad.
Adiós, callado río: tus verdes
y risueñas
orillas no entristezcan las
quejas del pesar;
que oírlas sólo deben las
solitarias peñas
que azota, con sus tumbos,
embravecido el mar.
Tú queda reflejando la luna en
tus cristales,
que pasan en tus bordes tupidos
a mecer
los verdes ahuejotes y azules
carrizales,
que al sueño ya rendidos
volviéronse a caer.
Tú corre blandamente bajo la
fresca sombra
que el mangle con sus ramas
espesas te formó;
y duermen tus remansos en la
mullida alfombra
que alegre Primavera de flores
matizó.
Rimas, julio
2 de 1864.
[Cayó
el árbol por fin, que dio por frutas]
Cayó el árbol por fin, que dio
por frutas
un capital formado por
ladrones,
una legión bellísima de putas
y una parvada horrible de
cabrones.
Poeta, historiador, pluma y
espada,
ministro y orador, tenorio y
viejo.
azteca y español, lleva pintada
la mezcla de su raza en el
pellejo.
Muerto apenas Pelagio, ya
destapa
aquí y en Roma el ambicioso
Nacho
sus trabajos jesuíticos de
zapa.
Ya era arzobispo y cardenal y
Papa
¡Y se quedó de obispo de un
poblacho!
Como en los tiempos de
Alejandro Sexto
llevó dinero a Roma este
vitola;
untó la mano al cardenal
Rampolla
y a pesar de ser hijo del
incesto
sacó un arzobispacho en la
tómbola.
Manuscritos.
Carpeta negra.
Los
naranjos
Perdiéronse las neblinas
en los picos de la sierra,
y el sol derrama en la tierra
su torrente abrasador.
Y se derriten las perlas
del argentado rocío,
en las adelfas del río
y en los naranjos en flor.
Del mamey el duro tronco
picotea el carpintero,
y en el frondoso manguero
canta su amor el turpial;
y buscan miel las abejas
en las piñas olorosas,
y pueblan las mariposas
el florido cafetal.
Deja el baño, amada mía,
sal de la onda bullidora;
desde que alumbró la aurora
jugueteas loca allí.
¿Acaso el genio que habita
de ese río en los cristales,
te brinda delicias tales
que lo prefieres a mí?
¡Ingrata! ¿por qué riendo
te apartas de la ribera?
Ven pronto, que ya te espera
palpitando el corazón
¿No ves que todo se agita,
todo despierta y florece?
¿No ves que todo enardece
mi deseo y mi pasión?
En los verdes tamarindos
se requiebran las palomas,
y en el nardo los aromas
a beber las brisas van.
¿Tu corazón, por ventura,
esa sed de amor no siente,
que así se muestra inclemente
a mi dulce y tierno afán?
¡Ah, no! perdona, bien mío;
cedes al fin a mi ruego;
y de la pasión el fuego
miro en tus ojos lucir.
Ven, que tu amor, virgen bella,
néctar es para mi alma;
sin él, que mi pena calma,
¿cómo pudiera vivir?
Ven y estréchame, no apartes
ya tus brazos de mi cuello,
no ocultes el rostro bello
tímida huyendo de mí.
Oprímanse nuestros labios
en un beso eterno, ardiente,
y transcurran dulcemente
lentas las horas así.
En los verdes tamarindos
enmudecen las palomas;
en los nardos no hay aromas
para los ambientes ya.
Tú languideces; tus ojos
ha cerrado la fatiga
y tu seno, dulce amiga,
estremeciéndose está.
En la ribera del río,
todo se agosta y desmaya;
las adelfas de la playa
se adormecen de calor.
Voy el reposo a brindarte
de trébol en esta alfombra
a la perfumada sombra
de los naranjos en flor.
Rimas, 1854.
Fragmentos
de unos tercetos, a una mulata presumida de la costa
Dura cosa es, a fe, Manche
querida,
hablarte la verdad, cuando
verdades
no has oído en los días de tu
vida.
Tales te han dicho y tantas
necedades
esa recua de tontos que te
miran
como el bello ideal de las
deidades.
Esos menguados prójimos te
admiran
como admiran la luz de la
mantea
los abejorros que en tu torno
giran.
Ha venido a tus pies tanto
bobieca
a tributar su incienso y sus
loores,
que has acabado por ponerte
hueca.
“Tú eres la huri, la reina de
las flores,
tú eres la palma de la costa
altiva,
tú eres el querubín de los
amores,
tú eres rosa, azucena y
sensitiva
un completo bouquet, un macetero;
tú eres virgen, en fin... la casta diva.
Todo eso dicen estos tontos...,
pero
no es esa la verdad, y aunque
te enojes,
hacerte el bien de corregirte
quiero.”
Eres fuerza de una vez que la
despojes
como el grajo de marras de esas
plumas,
y que esas galas de mentira
arrojes.
Es fuerza que dejando las
espumas
en que soberbia ahora
sobrenadas,
bajes al cenegal y allí te
sumas.
Voy a decirte Manche las
peladas,
las peludas verdades que me
ocurren
al mirar tus bellezas
cacareadas.
Aquí en estos poblachos no discurren
y por eso te ensalzan porfía
pero si tú eres bella... que me
emplumen.
Hay, en verdad, oh Manche,
tonta harpía,
en esta feliz tierra... tantos
monos
que la corona entre ellos te
daría.
Porque en verdad, en medio de
gestones
que tienen por cabello una
zalea,
cuando quieren echarla de
personas
nada difícil se hace que una
fea
de tu calibre, de tu cara y
gesto,
una Cleopatra en la belleza
sea.
Manuscritos.
Carpeta negra.
Las
amapolas
Uror.
Tíbulo.
El sol en medio del cielo
derramado fuego está;
las praderas de la costa
se comienzan a abrasar,
y se respira en las ramblas
el aliento de un volcán.
Los arrayanes se inclinan,
y en el sombrío manglar
las tórtolas fatigadas
han enmudecido ya;
ni la más ligera brisa
viene en el bosque a jugar.
Todo reposa en la tierra,
todo callándose va,
y sólo de cuando en cuando
ronco, imponente y fugaz,
se oye el lejano bramido
de los tumbos de la mar.
A las orillas del río,
entre el verde carrizal,
asoma una bella joven
de linda y morena faz;
siguiéndola va un mancebo
que con delirante afán
ciñe su ligero talle,
y así le comienza a hablar:
Ten piedad, hermosa mía,
del ardor que me devora,
y que está avivando impía
con su llama abrasadora
esta luz de mediodía.
Todo suspira sediento,
todo lánguido desmaya,
todo gime soñoliento:
el río, el ave y el viento
sobre la desierta playa.
Duermen las tiernas mimosas
en los bordes del torrente;
mustias se tuercen las rosas,
inclinando perezosas
su rojo cáliz urgente.
Piden sombra a los mangueros
los floripondios tostados;
tibios están los senderos
en los bosques perfumados
de mirtos y limoneros.
Y las blancas amapolas
de calor desvanecidas.
humedecen sus corolas
en las cristalinas olas
de las aguas adormidas.
Todo invitarnos parece,
yo me abraso de deseos;
mi corazón se estremece,
y ese sol de junio acrece
mis febriles devaneos.
Arde la tierra, bien mío;
en busca de sombra vamos
al fondo del bosque umbrío,
y un paraíso finjamos
en los bordes de ese río.
Aquí en retiro encantado,
al pie de los platanares
por el remanso bañado,
un lecho te ha preparado
de eneldos y de azahares.
Suelta ya la trenza oscura
sobre la espalda morena;
muestra la esbelta cintura,
y que forme la onda pura
nuestra amorosa cadena.
Late el corazón sediento;
confundamos nuestras almas
en un beso, en un aliento...
mientras se juntan las palmas
a las caricias del viento.
Mientras que las amapolas,
de calor desvanecidas,
humedecen sus corolas
en las cristalinas olas
de las aguas adormidas.
Así dice amante el joven,
y con lánguido mirar
responde la bella niña
sonriendo... y nada más.
Entre las palmas se pierden;
y del día al declinar,
salen del espeso bosque,
a tiempo que empiezan ya
las aves a despertarse
y en los mangles a cantar.
Todo en la tranquila tarde
tornando a la vida va;
y entre los alegres ruidos,
del sud al soplo fugaz,
se oye la voz armoniosa
de los tumbos de la mar.
Rimas, junio
1858.
Al
Baroncito de la alfalfa
Señor Baroncito
¡qué noble es usted!
¡qué rico! ¡qué guapo!
¡qué chulo y qué psé!
Su sangre ¡cagamba!
a hereda ¿de quién?
De aquel matasiete
feroz brigadier,
que echando al demonio
la patria y el rey,
con todo y bagajes,
en un santiamén,
pasóse a los nuestros
diciendo, ¡Chipé!
“Nací en las Españas,
soy soldado fiel,
con estos rebeldes
me junto ¡pardiez!
que un nuevo Filipo
aquí quiero ser.”
Los humos de rico
que en fiera altivez
demuestra ¡Cagamba!
Le vienen ¿de qué?
Señor Baroncito,
me puede usted creer,
usted ni con mucho,
ni aquí, ni en Argel,
se puede dar tono
de rico de ley.
No tienen más causa,
según que yo he
por varios informes
llegado a saber,
que cuatro tlaquillos
ahorrados, ¡je! ¡je!
en ciertas compritas
de alfalfa y también
de paja y cebada,
por cuenta de aquel
austriaco infelice
que vino a perder
corona y cabeza,
ya mucho después
de haber satisfecho
la hidrópica sed
de toda su inmunda
famélica grey.
Pero esos tlaquillos
que decanta usted
más que sus millones
don Antonio Mier
¡ay! no le permiten
¡desgracia crüel!,
Ni tener palacios
ni lucir siquier
como el de las Pugas
raquítico tren,
ni cual Caravantes
cenceño corcel,
ni cambiar levita,
pues todos le ven
vestido de rata
o de tusa-piel
y tan triste
le vio algún mosiér
de esos que cortejan
a Polin Leveeque,
que en vez de un bisnieto
le creyó más bien
dispuesto a llevarle
carta a Rosider;
pero en fin, hay nobles
de todo jaez,
y ricos pobretes
hay muchos también,
y así le aconsejo,
precioso doncel,
que para nadie
le pueda tromper,
la heráldica invoque
y ponga en su escudo,
confiera altivez,
un campo de alfalfa
un burro y... amén.
A
Comonfort en Veracruz
...Antes de irte, escucha: ¿Qué
has dejado
en la patria infeliz donde
naciste
en pago a tanto bien que te ha
brindado?
Tal vez su eterna desventura
hiciste
y ¿al bando liberal que te amó
tanto
en pago de su afecto qué le
diste?
Hoy devora a los libres el
quebranto
y humedecen algunos los
rincones
de las cárceles negras con su
llanto.
Te degradó el poder, horrible
foco
de asquerosas miserias o
creíste
que la patria infeliz importa
poco.
¡Desgraciado de ti! Tal vez
sentiste
adentro del alma punzadoras
dudas
tal vez a la ambición no
resististe.
¡Ah!, si eso fue, egoísta no te
escudas
con tu debilidad el golpe
erraste,
y en vez de un César, te
volviste un Judas.
Te sedujo el poder ¿no
recordaste
que tras de César amenaza Bruto
de su puñal al brillo no
temblaste?
¡Tímido corazón irresoluto!
Ya te empujaba Payno al hondo
abismo
ese áulico ambicioso, audaz y
astuto
y en tus horas de insomnio, en
los profundos
misterios del noche, con
espanto
escucharás a sus ayes
moribundos
Horrible fiebre secará tu
llanto,
vas a apurar, traidor, con
amargura
hasta las agrias heces del
quebranto.
Despertarás temblando de pavura
y hallarás las visiones y
tormentos
del infeliz Macbeth y la locura
verán en tus delirios los
sangrientos
osarios de Ocotlán, de Puebla
infame
en negras hecatombes los
conventos.
Porque tú la tuviste, sí, hubo
un día
en que el Pendón de Ayutla
tremolando
sublime te miró la patria mía.
Tú el demócrata, tú que
aborrecías
al hombre de Turbaco ¿quién
pensara
que sus lecciones viles
aprendieras?
¡Lástima de hombre! ¡Lástima!
¡Cuán cara
te va a costar tu infame
apostasía
que el seno de la patria
desgarrara!
Ira vengando la desgracia impía
en largos años de martirio
cruento
el negro insulto que le hiciste
un día
mas zarpa ya tu buque y gime el
viento
no nos diga adiós desde la popa
que te vemos partir sin
sentimiento,
¡vete a llorar en tu vergüenza
a Europa!
Enero de 1858.
Al
salir de Acapulco
A bordo del vapor St-Louis de la línea del Pacífico,
el 30 de octubre de
1863, a las once de la noche.
...Aún diviso tu sombra en la
ribera,
salpicada de luces cintilantes,
y aún escucho a la turba
vocinglera
de alegres y despiertos
habitantes,
cuyo acento lejano hasta mi
oído
viene el terral trayendo, por
instantes.
Dentro de poco ¡ay Dios! te
habré perdido,
última que pisara cariñoso
tierra encantada de mi sur
querido.
Me arroja mi destino
tempestuoso,
¿adónde? no lo sé; pero yo
siento
de su mano el empuje poderoso.
¿Volveré? tal vez no; y el
pensamiento
ni una esperanza descubrir
podría
en esta hora de huracán sangriento.
Tal vez te miro el postrimero
día,
y el alma que devoran los
pesares
su adiós eterno desde aquí te
envía.
Quédate, pues, ciudad de los
palmares,
en tus noches tranquilas
arrullada
por el acento de los roncos
mares,
y a orillas de tu puerto recostada,
como una ninfa en el verano
ardiente
al borde de un estanque
desmayada.
De la sierra el dosel cubre tu
frente,
y las ondas del mar siempre
serenas
acarician tus plantas
dulcemente.
¡Oh suerte infausta! me dejaste
apenas
de una ligera dicha los sabores,
y a desventura larga me
condenas.
Dejarte ¡oh sur! acrece mis
dolores,
hoy que en tus bosques quédase
escondida
la hermosura y tierna flor de
mis amores.
Guárdala ¡oh sur! y su
existencia cuida,
y con ella alimenta mi
esperanza,
porque es su aroma el néctar de
mi vida.
Mas ya te miro huir en
lontananza,
oigo alegre el adiós de extraña
gente,
y el buque, lento en su partida
avanza.
Todo ríe en la cubierta
indiferente;
sólo yo con el pecho
palpitando,
te digo adiós con labio
balbuciente.
La niebla de la mar te va
ocultando;
faro, remoto ya, tu luz semeja;
ruge el vapor, y el Leviatán
bramando.
las anchas sombras de los
montes deja.
Presuroso atraviesa la bahía,
salva la entrada y a la mar se
aleja;
y en la llanura lóbrega y
sombría,
abre en su carrera acelerada
un surco de brillante
argentería.
La luna entonces, hasta aquí
velada,
súbita brota en el zafir
desnuda,
brillando en alta mar. Mi alma
agitada
pensando en Dios, ¡la
inmensidad saluda!
Rimas, 1863.
A
una costeña
Negra del corazón ¿por qué tan
fea
te muestras hoy a tu galán
querido
y corres por no verme cuando
has sido
pegajosa otra vez como jalea?
No rompas tu corona de zalea
en medio del berrinche...
presta oído,
nada te pedí nunca, ni te pido.
¿Dices que me aborreces? vaya,
sea.
A tu desdén mi risa sobrepuja.
Soy un bruto en tomar por un
instante
como un ángel de Dios cualquier
maruja.
Adiós, adiós, oh gente
maleante,
sólo me duele que tu amor de
bruja
haya puesto mi cuerpo hecho un
bramante.
Manuscritos.
Carpeta Negra.
Don
Hermógenes
Ya el bilioso don Hermógenes
célebre doctor Espátulo
se ha entrometido en la
crítica.
¡Válgame el cielo! ¡Qué
bárbaro!
Estando ocioso el cernícalo,
que por su genio antipático.
en la familia de Hipócrates
fue declarado parásito,
y abundando en necia cháchara,
aunque de talento escuálido,
se nos planta ahí de dómine,
queriendo echarla de caústico,
y con aspecto académico,
está manejando el cálamo
con el mismo aplomo empírico
con que administraba el
láudano,
como fue en la Terapéutica,
así, es hoy el archipámpano,
al proclamarse con énfasis
insuperable gramático.
Cuando en razón de sus críticas
se ausentó el doctor lunático,
sanaron los sifilíticos
de un modo admirable y rápido;
y piden al cielo férvidos
que siga fingiendo el clásico
y censurado a los cómicos
y escribiendo sendos fárragos.
Que bien puede estar colérico
y rojizo como un rábano
corrigiendo a los discípulos
disparates ortográficos.
Que a éstos les importa un
pífano
cuanto diga el doctor cándido,
pero los que eran sus víctimas
ganaron reposo plácido.
De este modo don Hermógenes,
sin ser más que un pobre
pájaro,
viene a resultar benéfico
dejando en quietud al gálico.
Ahora busca con estrépito
la gloria del catedrático,
y quiere ser un pontífice
de nuestro idioma y el árbitro;
que le dirijan epístolas
previo al saludo encomiástico,
todos los vates, pidiéndole
sus pareceres dogmáticos.
Quiere que se use el hipérbaton
conforme a su beneplácito,
y que se siga su régimen,
que a tantos despachó al [...].
Que los pronombres enclíticos
se supriman en los párrafos
como él suprimió, el muy pícaro
de este mundo a los reumáticos.
Y quiere que las partículas
se jueguen de un modo rápido,
como él jugó con las ánimas
de tantos enfermos pálidos.
Y que no se diga Crónica,
que el nombre le causa pánico,
pues le recuerda lo fúnebre
de sus hazañas de práctico.
Y del don Quijote el prólogo
quiere despreciar impávido,
como desprecia a los míseros
a quienes fin diera trágico.
Y dice que nadie en México
sabe de español un átomo,
y publica sus artículos
para admirar a sus párvulos.
Y a cien chicos impertérrito
reprueba con fuerte ánimo
porque quiere que los pósteros
le llamen grande escolástico.
En genitivos y sílabas
¡qué profundidad! ¡San Lázaro!
y en cuanto a figuras poéticas,
¡qué buen gusto! ¡hombre
gigántico!,
dice que alzará la férula
con todo el rigor tiránico
sobre escritores misérrimos
que se quedarán estáticos.
¡Oh chistoso don Hermógenes!,
¡oh pedante, alma de cántaro!
¡se te perdona lo estúpido,
no te metas a gramático!;
con la operación del trépano
se te quitará lo bárbaro
y se curarán de súbito
todos tus vicios orgánicos.
Mas si prosigues estólido
con tus indigestos fárragos,
sin tratarte como a prójimo
y sin el menor escándalo
te han de poner una jáquima
y te han de arrimar el látigo.
Don Esdrújulo
1869.
[Epigrama]
No nos hagas una ley
de tu origen nobiliario,
naciste en plebeya grey,
eres un hombre ordinario:
Sancho es el nombre de un rey
y Sánchez de proletario.
Manuscritos.
Carpeta negra.