“Hay placeres en la vida, tan
grandes... Yo lo sé”, y uno de ellos es la poesía de César Vallejo
definitivamente.
La poética vallejiana me cimbró,
siendo aún lector incipiente, y desde entonces siempre me ha acompañado —acaso la
etapa de mi existencia en que lo leí haya influido para que me trascendiera
como lo hizo, al grado de que se trata de mi poeta predilecto en español.
Una vez conocida la obra, ahondé
en su vida, y la afinidad poética devino en complicidad vital —la curiosidad que
despertó en mí me llevó a enterarme de que su nombre completo había sido César
Abraham: ¡tal como el mío! Acaso esto no resulte sorprendente, a menos de que
explique que mis padres nunca han sido lectores de poesía. Así pues considero que
hay algo de “predestinación” en esta paradójica relación de actor muerto y lector
vivo.
Me honra sobremanera contar finalmente
en esta bitácora con algunos de los poemas más entrañables que he leído durante
mi vida.
César
Vallejo (1892-1938). Nació en Santiago de Chuco, Perú, y murió en París,
Francia. Poeta y escritor peruano. Se le considera como uno de los autores más vanguardistas
e innovadores de la lengua castellana, gracias a la invención de palabras, a
forzar la sintaxis...
En
1923 abandona El Perú con rumbo a Europa para no volver jamás —en 1920 pasó 112
días en la cárcel, acusado injustamente por el incendio y el saqueo de una
propiedad: esto lo marcará de por vida.
Vivió
en París y Madrid, además de viajar por varios países europeos, destacando tres
visitas a Rusia.
Voy
a hablar de la esperanza
Yo no sufro este dolor como
César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple
ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni
como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también
sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no
fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico,
ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro
solamente.
Me duelo ahora sin
explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa.
¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser su
causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido
este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del
sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si
hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si la vida fuese, en fin, de
otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro
solamente.
Miro el dolor del hambriento y
veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta
morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el
enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada, para la mía sin fuente ni
consumo!
Yo creía hasta ahora que todas
las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que
mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto
como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no
daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy
sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.
Los
heraldos negros
Hay golpes en la vida, tan
fuertes... Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios;
como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no
sé!
Son pocos; pero son... Abren
zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el
lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de
bárbaros atilas;
o lo heraldos negros que nos
manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los
Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el
Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las
crepitaciones
de algún pan que en la puerta
del horno se nos quema.
Y el hombre... Pobre...
pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos
llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo
lo vivido
se empoza, como charco de
culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan
fuertes... Yo no sé!
Espergesia
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Hermano, escucha, escucha...
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Todos saben que vivo,
que mastico... Y no saben
por qué en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de féretro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto.
Todos saben... Y no saben
que la Luz es tísica,
y la Sombra gorda...
Y no saben que el Misterio
sintetiza...
que él es la joroba
musical y triste que a
distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes
a las Lindes.
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.
Hoy
me gusta la vida mucho menos...
Hoy me gusta la vida mucho
menos,
pero siempre me gusta vivir: ya
lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo
y me contuve
con un tiro en la lengua detrás
de mi palabra.
Hoy me palpo el mentón en
retirada
y en estos momentáneos
pantalones yo me digo:
¡Tanta vida y jamás!
¡Tantos años y siempre mis
semanas!...
Mis padres enterrados con su
piedra
y su triste estirón que no ha
acabado;
de cuerpo entero hermanos, mis
hermanos,
y, en fin, mi sér parado y en
chaleco.
Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café
y viendo los castaños frondosos
de París
y diciendo:
Es un ojo éste, aquél; una
frente ésta, aquélla...
Y repitiendo:
¡Tanta vida y jamás me falla la
tonada!
¡Tantos años y siempre,
siempre, siempre!
Dije chaleco, dije
todo, parte, ansia, dije casi, por no
llorar.
Que es verdad que sufrí en
aquel hospital que queda al lado
y está bien y está mal haber
mirado
de abajo para arriba mi
organismo.
Me gustará vivir siempre, así
fuese de barriga,
porque, como iba diciendo y lo
repito,
¡tanta vida y jamás! ¡Y tántos
años,
y siempre, mucho tiempo,
siempre, siempre!
Piedra
negra sobre una piedra blanca
Me moriré en París con
aguacero,
un día del cual tengo ya el
recuerdo.
Me moriré en París —y no me
corro—
talvez un jueves, como es hoy,
de otoño.
Jueves será, porque hoy,
jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he
puesto
a la mala y, jamás como hoy, me
he vuelto,
con todo mi camino, a verme
solo.
César Vallejo ha muerto, le
pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y
duro
también con una soga; son
testigos
los días jueves y los huesos
húmeros,
la soledad, la lluvia, los
caminos...
Nómina
de huesos
Se pedía a grandes voces:
—Que muestre las dos manos a la
vez.
Y esto no fue posible.
—Que, mientras llora, le tomen
la medida de sus pasos.
Y esto no fue posible.
—Que piense un pensamiento
idéntico, en el tiempo en que un cero permanece inútil.
Y esto no fue posible.
—Que haga una locura.
Y esto no fue posible.
—Que entre él y otro hombre semejante
a él, se interponga una muchedumbre de hombres como él.
Y esto no fue posible.
—Que le comparen consigo mismo.
Y esto no fue posible.
—Que le llamen, en fin, por su
nombre.
Y esto no fue posible.
Y
si después de tantas palabras...
¡Y si después de tantas
palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los
pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y
acabemos!
¡Haber nacido para vivir de
nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la
tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar
con su sombra su tiniebla!
¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más
da!...
¡Y si después de tanta
historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas,
como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que
vivimos,
a juzgar por la altura de los
astros,
por el peine y las manchas del
pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde
luego!
Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha
pena
y en los dos, cuando miran,
mucha pena...
Entonces... ¡Claro!...
Entonces... ¡ni palabra!
Los
dados eternos
Para Manuel González
Prada,
esta emoción bravía y
selecta,
una de las que, con más
entusiasmo,
me ha aplaudido el gran
maestro.
Dios mío, estoy llorando el ser
que vivo;
me pesa haber tomado de tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en tu
costado:
tú no tienes Marías que se van!
Dios mío, si tú hubieras sido
hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre
bien,
no sientes nada de tu creación.
Y el hombre sí te sufre: el
Dios es él!
Hoy que en mis ojos brujos hay
candelas,
como en un condenado,
Dios mío, prenderás todas tus
velas,
y jugaremos con el viejo dado...
Talvez ¡oh jugador! al dar la
suerte
del universo todo,
surgirán las ojeras de la
Muerte,
como dos ases fúnebres de lodo.
Dios mío, y esta noche sorda,
obscura,
ya no podrás jugar, porque la
Tierra
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la
aventura,
que no puede parar sino en un
hueco,
en el hueco de inmensa
sepultura.
Setiembre
Aquella noche de setiembre,
fuiste
tan buena para mí... hasta
dolerme!
Yo no sé lo demás; y para eso,
no debiste ser buena, no
debiste.
Aquella noche sollozaste al
verme
hermético y tirano, enfermo y
triste.
Yo no sé lo demás... y para
eso,
yo no sé por qué fui triste...
tan triste...!
Solo esa noche de setiembre
dulce,
tuve a tus ojos de Magdala,
toda
la distancia de Dios... y te
fui dulce!
Y también fue una tarde de
setiembre
cuando sembré en tus brasas,
desde un auto,
los charcos de esta noche de
diciembre.
Acaba
de pasar el que vendrá...
Acaba de pasar el que vendrá
proscrito, a sentarse en mi
triple desarrollo;
acaba de pasar criminalmente.
Acaba de sentarse más acá,
a un cuerpo de distancia de mi
alma,
el que vino en un asno a
enflaquecerme;
acaba de sentarse de pie,
lívido.
Acaba de darme lo que está
acabado,
el calor del fuego y el
pronombre inmenso
que el animal crió bajo su
cola.
Acaba
de expresarme su duda sobre
hipótesis lejanas
que él aleja, aún más, con la
mirada.
Acaba de hacer al bien los
honores que le tocan
en virtud del infame
paquidermo,
por lo soñado en mí y en él
matado.
Acaba de ponerme (no hay primera)
su segunda aflixión en plenos
lomos
y su tercer sudor en plena
lágrima.
Acaba de pasar sin haber
venido.
Ágape
Hoy no ha venido nadie a
preguntar;
ni me han pedido en esta tarde
nada.
No he visto ni una flor de
cementerio
en tan alegre procesión de
luces.
Perdóname, Señor: qué poco he
muerto!
En esta tarde todos, todos
pasan
sin preguntarme ni pedirme
nada.
Y no sé qué se olvidan y se
queda
mal en mis manos, como cosa
ajena.
He salido a la puerta,
y me da ganas de gritar a
todos:
Si echan de menos algo, aquí se
queda!
Porque en todas las tardes de
esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a
un rostro,
y algo ajeno se toma el alma
mía.
Hoy no ha venido nadie;
y hoy he muerto qué poco en
esta tarde!
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