Porque
soy un hombre aguanto sin quejarme
que
la vida me pese;
porque
soy hombre, puedo.
Rubén
Bonifaz Nuño, El manto y la corona, 1,
vv. 18-20.
Sin caer en epítetos
rimbombantes, el pasado 31 de enero falleció uno de los últimos humanistas
mexicanos —el año anterior Ernesto de la Peña ya había partido de este mundo:
Rubén Bonifaz Nuño.
Para contextualizar un poco a
los lectores extranjeros de esta bitácora, aquel día hubo una lamentable
explosión cerca de las oficinas principales de Petróleos Mexicanos (PEMEX), la empresa paraestatal más importante del país, la
cual acaparó la atención de los medios masivos de información.
El gobierno decretó tres días de luto
por los fallecidos.
De este modo, el homenaje que
merecía el poeta no se realizó —en la administración anterior el Palacio de Bellas
Artes, uno de los recintos emblemáticos de la cultura mexicana, se convirtió en
velatorio de muchos “artistas” muertos, como lo señala el escritor Juan Domingo
Argüelles en Pero no
odas (Aforismos, epigramas, sátiras, elegías), XXXII: “De unos años para acá, el Palacio de Bellas Artes/ se ha convertido
en una sala funeraria. Muertos van,/ muertos vienen. Los traen, los usan, los pasean,/
los beatifican, los veneran. Pensándolo bien,/ más valdría el desdén que esos
rituales huecos del poder/ y esos usos políticos del arte y la cultura.”
Sin embargo, hace algunos días en
las redes sociales, por iniciativa de Israel Ramírez, se comenzó a organizar un
“homenaje de sus lectores” que se ha llevado a cabo exitosamente durante todo
el día de hoy tanto en Facebook como en Twitter, donde se han publicado fotografías, videos, poemas y frases.
Por cierto, algunas de las
instituciones culturales y educativas más importantes del país ya anunciaron
que rendirán su respeto al autor en una ceremonia a realizarse próximamente...
A Bonifaz Nuño lo recuerdo como
un “poeta amoroso” —el calificativo tiene que ver más conmigo que con él, ya
que lo leí en aquella edición amarilla de Lecturas
mexicanas: el número 100 de la Segunda
serie que contenía los poemarios de El manto y la corona y La flama en el espejo— cuando cursaba la universidad.
Había leído recientemente a
Pedro Salinas, mi autor preferido de la Generación del 27 e, inconscientemente
creé un paralelismo entre ambos vates.
Mi formación grecolatina me
llevó a conocer antes que los poemas, sus traducciones —no exentas de polémica;
algunas publicadas en la Bibliotheca
Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana,
coloquialmente llamada la “Vomitórum”.
De la colección Nuestros Clásicos de la Universidad Nacional Autónoma de México, que dirigían el propio
Bonifaz y Augusto Monterroso —de quien hoy se cumplen diez años de su muerte—
atesoro la segunda edición de la Antología de la Poesía Latina realizada por Amparo Gaos y Bonifaz Nuño
originalmente en 1957: el primer número. También tengo el setenta y uno que
corresponde a la Antología de la Lírica Griega que seleccionó, prologó,
tradujo y anotó el poeta.
En mi librero figuran sus
versiones de Píndaro, Catulo, Propercio, Julio César, Cicerón, Ovidio,
Lucrecio, Virgilio... Gracias a él conocí, en buena medida, el mundo
grecolatino.
De ahí que me comprometa a
preparar con brevedad una selección de las “traducciones rítmicas” que realizó para
recordar otra de sus facetas: la de latinista y helenista.
Rubén
Bonifaz Nuño (1932-2013). Nació en Córdoba, Veracruz, y murió en la Ciudad de
México. Poeta, traductor, humanista, profesor, dibujante, investigador, crítico
de arte y funcionario cultural mexicano siempre vinculado a la Universidad
Autónoma Nacional de México. Traductor de los clásicos grecolatinos, y estudioso
de la tradición antigua mexicana.
La semana pasada, después de
enterarme del fallecimiento de Rubén Bonifaz Nuño, se me ocurrió la idea de
preparar una breve selección de sus poemas.
Primeramente me plantee realizarla
yo; sin embargo, recordé que había un joven que aparecía con el libro amarillo ya
referido en la foto de perfil de su cuenta de Facebook,
sobre el que además había leído en alguno de los comentarios que le profesaba
admiración al maestro.
Contacté así a David, estudiante
de Letras Hispánicas en la UNAM, y le propuse el proyecto. Aceptó gustosamente.
Mi intención era clara. No
quería la opinión de uno de esos expertos que salen a hablar cada vez que un
escritor se muere; quería conocer y ofrecer la visión de un lector fiel y
devoto —si bien David posee las herramientas para hablar sobre cuestiones
técnicas y estructurales.
En todo caso, si quisiera saber
algo verdaderamente del poeta, me remitiría a su obra.
He aquí la visión de David Ruano
González respecto de Bonifaz Nuño:
Pequeña
antología de Rubén Bonifaz Nuño
Para Roselia Barragán
La muerte de Rubén Bonifaz Nuño ha
atraído, como la muerte de todo escritor, pequeños acercamientos por parte de
lectores advenedizos.
A pesar de todo, Bonifaz Nuño es uno
de mis poetas favoritos, sino es que el favorito, y me ha acompañado en este
tiempo de preparación académica llamado “la carrera”.
Gracias a la invitación del buen
César Navarrete, es que pude armar esta pequeña antología donde, más que poemas
esenciales, están mis poemas preferidos.
La tarea de hacer una antología más
allá de las ya publicadas en papel, es un intento de acercamiento a la obra de
este gran poeta. Mi punto de partida fue el material de lectura de la UNAM: no
tomar ningún texto incluido ahí. Y no porque la selección de Carlos Montemayor
sea mala; de hecho, es excelente y la recomiendo. Pero ahí están compilados los
poemas más famosos y que están siendo repetidos una y otra vez sin darle al
lector común otro platillo. Además, ¿para qué repetirla?
La obra de Rubén Bonifaz Nuño es
amplia, por lo que me he reducido a los tres poemarios donde, a mi parecer,
inicia realmente la producción bien establecida de este poeta. Hablo de Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958) y Fuego de pobres (1961). Mi intención con
ello es atraer la vista del lector y, a partir de ello, que se clave, tal cual,
en sus demás poemarios.
Inicio con el poema 42 de Los demonios y los días (aunque sea el
mismo con el que abre Montemayor, no lo pude dejar fuera) porque es lo que
significa para mí la poesía de Bonifaz: tender la mano. La poesía de Bonifaz es
ayudar a su hermano que se encuentra en las mismas condiciones de podredumbre,
ya sea económica o moral, amorosa o espiritual, o la simple desgracia de todos
los días. La poesía de Rubén Bonifaz Nuño es poder apoyarse en el hombro de alguien
en los momentos de desventura. Porque somos hombres, sé que no soy el único que
pasa momentos malos y por ello comparto estos textos, y por ello también
escribía Bonifaz.
Por otra parte, el final de la
antología ya son poemas amorosos cuya selección responde más al carácter
vivencial que al literario mismo. Estos textos, y otros tantos que ya no
pudieron entrar, son los que he compartido con alguien que amo y cuyo nombre se
encuentra en la dedicatoria. Cada poema tiene su historia pero contarlas sería
ya morbo.
Termino con el poema 5 de El manto y
la corona, donde al final ya no es el poeta quien tiende la mano, sino la amada
es quien la tiende al poeta. Don Rubén entendía, a la manera de Ovidio, el amor
como fundamento del mundo, cuando el amor está con uno todo tiene su orden
exacto. Por amor al hombre, es que nos tiende la mano al escribir. Y cuando ama
y es correspondido, no hay razón para al sufrimiento. Ya lo dice Ramón Xirau:
“Creo que si algo nos salva, según puedo leerlo en la espléndida poesía de
Rubén Bonifaz Nuño, es el amor”. Y como bien lo dice en el poema 15: “Y la
tristeza será una palabra, / no más, que se recuerde”.
Descansa en paz el maltratado cuerpo
del maestro, pero jamás sus versos.
42
Desde la tristeza que se
desploma,
desde mi dolor que me cansa,
desde mi oficina, desde mi
cuarto revuelto,
desde mis cobijas de hombre
solo,
desde este papel, tiendo la
mano.
Ya no puedo ser solamente
el que dice adiós, el que vive
de separaciones tan desnudas
que ni siquiera la esperanza
dejan de un regreso; el que en
un libro
desviste y aprende y enseña
la misma pobreza, hoja por
hoja.
Estoy escribiendo para que
todos
puedan conocer mi domicilio,
por si alguno quiere
contestarme.
Escribo mi carta para decirles
que esto es lo que pasa:
estamos enfermos
del tiempo, del aire mismo,
de la pesadumbre que
respiramos,
de la soledad que se nos
impone.
Yo sólo pretendo hablar con
alguien,
decir y escuchar. No es gran
cosa.
Con gentes distintas en
apariencia
camino, trabajo todos los días;
y no me saludo con nadie: temo.
Entiendo que no se debe ser,
que acaso
hay alguien, sin saberlo, me
necesita.
Yo lo necesito también. Ahora
lo digo en voz alta,
simplemente.
Escribí al principio: tiendo la
mano.
Espero que alguno lo comprenda.
Los
demonios y los días (1956).
6
Desde lo profundo me nacen
ahora las palabras diferentes.
Algo que no entiendo, que
desconozco,
hunde sus tenaces raíces
en mi corazón, y las tuerce en
busca
de una paz creíble, de un canto
nuevo.
Si yo me negara a todas las
cosas
que pasan, lo sé de cierto,
podría
sentirme seguro. Pero yo mismo
de mí no dispongo: no soy libre
ni siquiera para morirme solo.
Al pensar en eso grita mi
sangre
que no puede ser, que pasó la
hora.
Motivos de sobra tengo
para descubrir que estoy
desgraciado.
Tengo que pagar por otros, me
obligo
a no decir nada que me
complazca,
a callar lo que tengo mío
y a sangrar mostrando lo que
comparto.
A veces un verso hermoso
temblando
alumbra la hoja en la que
escribo;
me gusta leerlo.
Pero el corazón se me revuelve,
me late al instante, dislocado,
queriendo olvidar que en ese
momento
ha quedado ausente, no ha
sufrido.
Y entonces admito que no es
justo;
que tengo el poder pero no el
derecho
de hacerme feliz yo solo entre
tantos.
Los
demonios y los días (1956)
14
En medio de todo, es admirable
la fuerza mecánica,
obligatoria,
que tiene la vida. No hay
manera
de escaparse. Viene, y a su
antojo
distribuye brazos y deseos
y se forma ardiendo y sin
descanso.
Enciende sus lumbres comenzadas
en la pesadumbre de la sangre,
y el pepenador de basura,
bajo su costal de papeles
sucios,
piensa en su mujer; y los
enfermos
de muerte yerguen,
deshilachados,
y van a sus noches de amor espesas.
Qué opaca ceguera, qué nubes,
qué velos de instinto y de
alegría
extiende la vida en torno a los
hombres,
para conseguir lo inexplicable.
Los cuerpos siniestros de los
mendigos,
los disfraces húmedos de las
gentes,
los dulces, pequeños
oficinistas
que aman con estómagos vacíos,
o confunden blandamente en sus
besos
su vieja acidez de comida
pobre,
y se reproducen sin esperarlo.
El pan que se gana con el
trabajo
y para el trabajo se come;
y los sufrimientos, y las penas
para no morir del todo, y la
costumbre.
En todo la hirviente batalla,
el combate haciéndose a
borbotones
de placer y miedo y sudor y
fuerza y miseria,
buscando un objeto que no se
alcanza.
Los
demonios y los días (1956)
16
Hay días tan áridos, que yo
mismo
quisiera callarme, ponerme,
sin pensar en nadie, a dormir.
Quisiera
quedarme dormido mucho tiempo.
O buscar alguna compañía
necia, emborracharme hasta que
nada
me importe, alquilar por media
hora
una desdichada que me abrace,
que no me conozca, que me
aborrezca
porque yo no soy lo que ella
quiere.
Me canso de estar hablando
solo;
me fatiga ya, por conocido,
el trabajo absurdo de estar
queriendo,
tomando y perdiendo las
esperanzas;
como el buscador de conchas
marinas
—juntador de pobres tesoros
cóncavos—
que al mover la arena ya lo
sabe:
siempre estará rota la más
hermosa.
Dicen que las cosas en otro
tiempo
eran diferentes: su belleza
nacía con ellas, maduraba
tranquila;
al llegar la muerte, les dejaba
su existencia pura de hermosas
ruinas.
En nosotros nace y caduca todo
sin cumplirse; todo está
quebrado;
desde el nacimiento se nos
pudre.
Y somos cercados por embriones
de cosas formadas de prisa
que se abandonaron en sus
comienzos,
pero que allí quedan,
abortadas,
cerrando la luz, enloqueciendo
con su pesadumbre pegajosa.
Como los enfermos en la fiebre
estamos metidos en este mundo;
deliramos, secos hasta la
muerte,
en medio de bocas hostiles,
de hormigas con malos
sentimientos.
Y del hormiguero somos también
nosotros.
Los
demonios y los días (1956)
27
Siempre ha sido mérito del
poeta
comprender las cosas; sacar las
cosas,
como por milagro, de la impura
corriente en que pasan
confundidas,
y hacerlas insignes,
irrebatibles
frente a la ceguera de los que
miran.
Por ejemplo: todos nos sentimos
mordidos por algo, desgastados
por innumerables bocas sin
fondo;
algo sin sentido que nos
deshace:
Preguntamos. Nadie responde.
Pero hay alguien: saca la cara
negra
sobre la corriente de su río
de renglones cortos,
respira y nos dice: “¿Qué es
nuestra vida
más que un breve día?”, y
entonces,
tocados de golpe, comprendemos:
sabemos que somos heno,
verduras
de las eras, agua para la
muerte.
Y no sólo el tiempo: los poetas
nos han enseñado la amargura,
el placer, el gozo de estar
libres,
y el viento y las noches y la
esperanza.
¿Qué hago, qué digo, qué estoy
haciendo?
Es preciso hablar, es necesario
decir lo que sé, desvergonzarme
y abrir mis papeles chamuscados
en medio de tantas fiestas y
gritos.
Y prestar mis ojos, imponerlos
detrás de las máscaras alegres
para que permitan y
compadezcan,
y miren y quieran, y descubran
que estamos desnudos, que no
tenemos.
Los
demonios y los días (1956)
32
Si alguien se olvidara de todo
lo que le enseñaron, y
decidiera
despreciar las cosas por las
que vive
y sentarse, mucho tiempo, en el
quicio
de una puerta ajena,
desconocida,
sólo para ver pasar a las
gentes,
es casi seguro que encontraría
un terror anónimo en su sangre,
una soledad que no imaginaba.
En la madurez de la primavera
las dulces muchachas,
despreocupadas,
sacan a la calle sus deseos
vestidos con ropas ligeras. Se
ven los hombros
húmedos, el pliegue bajo los
brazos;
al sol y la sombra se
transparentan
piernas asombrosamente
desnudas.
Eso pueden verlo todos los
ojos.
Pero pocos son los que han
visto
lo que se trasluce en el paso
normal de las gentes; lo que
habita
más allá de faltas y
pantalones,
y que esculpe en todos la
ineficacia completa
de un mono demente, de un
suicida,
de un ratón con piojos que se
rasca.
Nadie está conforme con nadie;
todos
se apagan en medio de su
fracaso;
encuentran que nada tiene
sentido;
soportan, mecánica, una vida
que en ninguna forma les
corresponde.
Un adolescente ha caminado
con su novia pálida, en el
silencio
de un jardín a solas bajo la
tarde;
le habrá acariciado en secreto,
con ganas
de llorar; le habrá dicho
versos aprendidos
del Declamador sin Maestro; la
habrá llevado,
después, a la puerta de su
casa.
Y ahora se mete en el cuarto
de un hotel, y mira sus zapatos
puestos,
la cama usadísima, la barriga
de la ramerilla que lo
acompaña,
y siente que es pobre en su
vergüenza,
en su miedo, a solas en todas
partes.
Los
demonios y los días (1956)
1
Nadie sale. Parece
que cuando llueve en México, lo
único
posible es encerrarse
desajustadamente en guerra
mínima,
a pensar los ochenta minutos de
la hora
en que es hora de lágrimas.
En que es el tiempo de ponerse,
encenizado de colillas
fúnebres,
a velar con cerillos
algún recuerdo ya cadáver;
tiempo de aclimatarse al
ejercicio
de perder las mañanas
por no saber qué hacerse por
las tardes.
Y tampoco es el caso de
olvidarse
de que la vida está, de que los
perros
como gente se anublan en las
calles,
y cornudos cabestros
llevan a su merced tan buenos
toros.
No es cosa de olvidarse
de la muela incendiada, o del
diamante
engarzado al talón por el
camino,
o del aburrimiento.
A la verdad, parece.
Pero sin olvidar, pero
acordándose,
pero con lluvia y todo, tan
humanas
son las cosas de afuera, tan de
filo,
que quisiera que alguna me
llamara
sólo por darme el regocijo
de contestar que estoy aquí,
o gritar el quién vive
nada más por ver si me
responden.
Pienso: si tú me contestaras.
Si pudiera hablar en calma con
mi viuda.
Si algo valiera lo que estoy
pensando.
Llueve en México; llueve
como para salir a enchubascarse
y a descubrir, como un borracho
auténtico,
el secreto más íntimo y humilde
de la fraternidad; poder
decirte
hermano mío si te encuentro.
Porque tú eres mi hermano. Yo
te quiero.
Acaso sea punto de lenguaje;
de ponerse de acuerdo sobre el
tipo
de cambio de las voces,
y en la señal para soltar la
marcha.
Y repetir ardiendo hasta el
descanso
que no es para llorar, que no
es decente.
Y porque, a la verdad, no es
para tanto.
Fuego
de pobres (1961)
15
No me ilusiono, admito, es de
mi gusto,
que soy un hombre igual a
todos.
Trabajo en algo, cobro
un sueldo insuficiente; me
divierto
cuando puedo, o me aburro hasta
morirme;
hablo, me callo a veces, pido
mi comida, y a ratos
quisiera ser feliz
gloriosamente,
y hago el amor, o voy y vengo
sin nadie que me siga. Tengo un
perro
y algunas cosas mías.
En general, no estoy conforme
ni me resigno. Quiero mi
derecho,
de hombre común, a deshacerme
la frente contra el muro, a
golpearme,
en plena lucidez, contra los
ojos
cerrados de las puertas; o de
plano
y porque sí, a treparme en una
silla,
en cualquier calle, a lo
mariachi,
y cantar las cosas que me
placen.
También, monumental, hago mi
juego
en serio con las gentes,
según las reglas, y reclamo
mis ganancias y pérdidas, y
busco
la revancha, o perdono
por generoso o por flojera.
Manos de hombre tengo; manos
para tomar, de las cosas que
existen,
lo que por hombre se me debe,
y, por lo que yo debo, hacer
algunas
de las cosas que faltan.
Y reconozco que me importa
ser pobre, y que me humilla,
y que lo disimulo por orgullo.
Tú, compañero, cómplice que
llevo
dentro de todos, junto a mí, lo
sabes.
Hermano de trabajos que caminas
en hombres y mujeres, apretado
como la carne contra el hueso,
y vives, sudas y alborotas
en mí y conmigo y para mí y
contigo.
Fuego
de pobres (1961)
1
Cada día levanto,
entre mi corazón y el
sufrimiento
que tú sabes hacer, una delgada
pared, un muro simple.
Con trabajo solícito,
con material de paz, con
silenciosos
bienamados instantes, alzo un
muro
que rompes cada día.
No estás para saberlo. Cuando a
solas
camino, cuando nadie
puede mirarme, pienso en ti; y
entonces
algo me das, sin tú saberlo,
tuyo.
Y el amor me acongoja,
me lleva de tu mano a ser de
nuevo
el discípulo fiel de la
amargura,
cuando desesperadamente trato
de estar alegre.
Porque soy hombre aguanto sin
quejarme
que la vida me pese;
porque soy hombre, puedo. He
conseguido
que ni tú misma sepas
que estoy quebrado en dos, que
disimulo;
que no soy yo quien habla con
las gentes,
que mis dientes se ríen por su
cuenta
mientras estoy, aquí detrás,
llorando.
Yo sé que inútilmente
me defiendo de ti; que sin
trabajo
me tomas por la fuerza, o me
sobornas
con tu sola presencia. Estoy
vencido.
Ni siquiera podrías evitarlo.
Hasta en mi contra, estoy de
parte tuya:
soy tu aliado mejor cuando me
hieres.
El
manto y la corona (1958)
22
Tal vez porque te pierdo;
porque cada
momento, al acabarse, me
conduce,
inefable me acerca
a morir, a perderte, a que me
olvides.
Tal vez porque al hablarte
estoy hablando,
sin querer darme cuenta,
con alguien que no es, que ya
no tiene
nada que ver conmigo.
Tal vez porque me dejas, me
atosiga
el amor como nunca; y entra y
sale
en mí, de mí, como si fuera
casa, yo, sin paredes;
indefenso
lugar expuesto y entregado
al primero que pasa; predio
oscuro
sin comprador, en venta.
Guiado por el amor, el
sufrimiento
me visita. Curiosamente
hurga por todos los rincones;
nada respeta en mí, lo mira
todo.
Y yo, con la garganta
apretada, sin aire; con la boca
sin palabras, reseca; con el
peso
del corazón sudando frío,
pienso en ti.
Nunca creí que amar doliera
tanto.
Estoy en la miseria, me
revuelco
como el pez en la arena, en la
imposible
proximidad del mar que creyó
suyo.
Como el pez en la arena,
fuera de ti me encuentro: me
sacaron,
Echado fui, corrido,
expulsado, cesado, descubierto.
Detrás de mí, en la puerta
que no se cierra todavía,
el relámpago siento de una
espada,
incontrastable; pero injusta.
Y conmigo combato. Y no
comprendo
si debo entre gemidos
regresarme,
regresar a pedirte,
o si esconderme lejos,
en donde no me mire nadie,
a lamer mis heridas; esconderme
como un enfermo avergonzado,
con este amor que no perdona,
que yo no conocía,
que he buscado, y que tengo. Y
que no puedo.
El
manto y la corona (1958)
24
Es tan amargo, oscuro, pobre
lo que miro al dormir, que
mentiría,
no sabes cuánto, si dijera que
eres
la mujer de mis sueños.
Qué fragmentada imagen tuya,
qué parcial y sin forma la que
puedo
soñar; la que me alcanza por la
noches.
Tú serás para siempre
tú, la mujer de cuando estoy
despierto.
No basta abrir los ojos. Es
preciso
despertar más y más y más
arriba
para poder sentirte. Porque
mucho
se equivoca el que piensa que
mi amada
es sólo la pequeña
mujer que va y que viene a
todas partes,
y deja en todas partes
una menuda luz que no existía.
Mi amada, te lo digo, es otra
cosa.
Bien despierto hay que estar
para mirarte.
Para ver, al pasar, que estás
vestida
con un manto real, en el que
ocultas
tu incandescente soledad de
lámpara,
y tu fuerza purísima, y el
vuelo
de tus alas de pájaro
encerrado.
Yo no quiero dormir para
soñarte,
quiero aprender a despertar del
todo.
A mirar lo que nadie, en ningún
tiempo,
mirar en ti ha podido.
Lo que eres tú, lo solamente
tuyo;
lo que vive detrás y por encima
de tu corteza clara.
Más allá de mis ojos, de mis
cinco
sentidos, necesito estar
despierto
para empezar a verte como eres.
El
manto y la corona (1958)
18
He detenido la respiración
para sentir si tú respiras.
A la vez has quedado tan
presente y lejana.
Eterna casi.
Fuera del tiempo, sola, sin
moverte.
Y me llenó el terror
incontenible
de que te hubieras ido;
de que te hubieras muerto en
sueños,
y me hubieras dejado entre los
brazos
sólo una imagen clara,
un simulacro tibio, una
perfecta
máscara tuya con los ojos
cerrados.
Pero aquí está de nuevo
como una flor brotando, como el
alma
de una rama florida,
dulce, otra vez tu aliento
dulce.
Y en medio de un placer que de
tan tierno
me acongoja,
de un sobresalto que me
empequeñece,
de una paz en tumulto que me
ahoga,
vuelvo a ser, y te miro.
Vives. Estás dormida.
*
Un temor sin objeto,
una sorpresa temerosa
te toma de repente, te sacude
desde los pies hasta la nuca.
¿Oyes, acaso, en sueños,
que te busca una voz
desamparada;
sientes, durmiendo, que no es
justo
que tú descanses, mientras
alguien
trabaja, mientras alguien se
consume
de enfermedad, mientras alguno,
que tú pudiste amar, está
muriendo?
Afuera todo sigue pareciendo
desesperadamente sin sentido;
lo comprende, convulso,
tu corazón amenazado.
Y quisieras correr compadecida,
temblorosa, quemándote
de caridad y de esperanza
y de fe, y recibir el
sufrimiento
de todos en tus brazos débiles,
y con tu manto lleno de
agujeros
cobijarnos a todos.
Y tu mano se mueve,
y un sonido agitado, una
palabra
a medias, el principio de un
gemido
cruza tus dientes. ¿Has
llamado?
*
Nuevamente el silencio
—nube exacta cubriéndote,
no traspasable atmósfera
invisible—
te ciñe y te separa.
¿Caminas qué caminos,
qué atardecida fuente bebes,
qué interiores, pacíficos
espejos
abre tu propia luz, en que te
miras;
en qué oro relumbras engarzada?
Sobre tu sueño flotas
como en lago de aceite; nada
existe
fuera de la quietud que te
conduce.
Y como un puente milagroso,
tan tenue como el júbilo más
tenue,
tan pensativo como un niño,
un movimiento acompasado
pliega las comisuras de tu
boca.
*
Todo está bien ahora. Firme
como de piedra sobre piedra, el
mundo.
Responsable en tu paz, te
sientes
ligada y libre, solidaria.
Comprendes la desdicha,
amas la dicha humilde de las
gentes.
Estás de juegos inocentes,
de amable amor, de alegres
voces
humanas, de ternura simple
invadida y cercada.
Y no sabes si el aire es una
playa,
si eres feliz porque cumpliste
los quehaceres del alma
diarios:
porque recién lavada brilla
—cada parte en su sitio—
tu facultad de regalar el gozo;
o porque eres hermosa;
o si la primavera...
Algo, que alumbra todo, se
refleja,
grave de consecuencias dulces,
en tu semisonrisa.
Todo está en orden; cada cosa
arreglada a su fin. Tan
necesario
es tu mínimo gesto, como el
acto
de entreabrir una puerta.
*
Porque yo estuve solo
quiero pensar que tú estuviste
sola.
Que no te fuiste, que dormías.
Que me dejaste sin dejarme,
y me necesitabas
para poder estar contenta.
De cualquier modo, he recobrado
mi lugar en el mundo:
regresaste,
te volviste accesible.
Me devuelves el tiempo,
el dolor, los caminos, la
alegría,
la voz, el cuerpo, el alma,
y la vida y la muerte, y lo que
vive
más allá de la muerte.
Me lo devuelves todo
encarcelado en la apariencia
de una mujer, tú misma, a la
que amo.
Volviste poco a poco,
despertaste,
y no te sorprendiste
de encontrarme contigo.
Y casi pude ver el último
peldaño del secreto que subías
al dormir, pues abriste
—muy despacio, muy plácidos—
tus ojos
adentro de mis ojos que
velaban.
El
manto y la corona (1958)
34
Como no estamos solos en el
mundo,
y miramos afuera, y nuestra
isla
de amor está comunicada
por puentes incontables
con las necesidades, las
tristezas,
el dolor de las gentes;
como te sientes reclamada
por una obligación más fuerte
que tu misma ventura,
ya no te basta que te diga,
o te cante o te llore que te
quiero
para creerme que te quiero.
Me has pedido que piense
en combatir; que tome, por mi
orgullo
y por tu amor, mi sitio,
mi lugar de soldado en la
amargura
de los ejércitos humanos.
Porque te quiero y porque soy,
te escucho;
y porque quiero ser porque te
quiero.
Estoy aquí, diciéndote
que no he olvidado lo que debo;
y estoy contento, porque corro
mis riesgos junto a ti. Porque
a mi izquierda
y a mi derecha estás luchando,
y porque sé que cuando vuelva
a descansar mis brazos, a
cerrarme
las recientes heridas,
ya no será para estar solo.
El
manto y la corona (1958)
15
Por este lado estoy tranquilo:
cuando por torpe o triste o por
cansado,
nada pueda decirte,
ten enseñaré un poeta muerto
que desde mí te cante
claramente, fielmente,
alegremente,
lo que soy, lo que tengo, lo
que es tuyo.
En otro tiempo dije muchas
cosas
del amor: eran falsas
unas, otras tan ciertas
como si ya te hubiera conocido.
Bien lo sé: tú no quieres esas
cosas;
no tomas para ti lo que fue
escrito
antes de que vinieras.
Pero piensa que todo
lo que no he dicho es solamente
tuyo;
que he despertado
de un sueño largo, oscuro, y
que me encuentro
contigo en todas partes, que me
nacen
silencios y palabras ordenados
que iré copiando cuidadosamente
para decirte que te quiero.
Y tú sabrás a ciegas que son
tuyos
—palabras y silencios— porque
en ellos
te mirarás ahora; en lo que
digan
ya no habrá soledad ni
desamparo,
y será la tristeza una palabra,
no más, que se recuerde.
El
manto y la corona (1958)
5
Como ya nada puedo
imaginar por mí —claro, entre
luces
estoy viviendo, y el amor me
agobia,
me emborracha, me enferma—,
quiero decir tan solamente
lo que me has enseñado, los
secretos
que en mí vas alumbrando,
las pequeñas verdades que
levantas
sobre mi viejo tiempo de
ceniza.
Por ejemplo, de golpe me
enseñaste
que hay muchas cosas mías en el
mundo;
que soy rico. Que tengo en
todas partes
lugares que, por ti, me
pertenecen;
lugares, fechas, luces, que he
tomado
sencillamente, porque en ellos
he pasado contigo,
y en ellos te has quedado para
siempre.
Nunca pensé que hubiera tanta
parte
de mi ternura en cosas, en
momentos
que están y pasan cerca, a todas
horas.
Hoy, por ti, me conmueven
las canciones de amor de un
limosnero
que canta en el camión al que
he subido,
y son tesoros míos,
incomparables
un cabello robado, un recordado
perfume, unas palabras, un
pañuelo
con pintura de labios.
Me has enseñado que soy joven;
que puedo, sin temor, verte a
los ojos
o besarte delante de las
gentes.
Me tengo que reír con toda el
alma
cuando recuerdo mi tristeza.
Hoy lo sé: soy alegre.
Me contentan el ruido y el
silencio,
las noches me contentan y los
días,
la voz, el cuerpo, el alma, me
contentan.
Cuando me he despedido
de ti, después de un día de
tenerte,
y un camino de gusto por las
calles,
ay, cómo compadezco
a los que tú no amas, que no
saben.
Y me dan ganas de abrazarlos
a todos, de gritarles que la vida
es buena; que tú vives, que
debemos
obligatoriamente ser felices.
O de echarme en el suelo, boca
arriba
con los ojos cerrados,
y cuando alguno llegue a
preguntarme
si algo me pasa, contestar: “Es
sólo
que soy feliz porque la quiero.”
Y tú, que tanto tiempo me
ocultaste
lo que era yo, al sentirme
pensarás que soy bueno o que
estoy loco,
y desde cerca o desde lejos
me mirarás compadecida,
y sonreirás tendiéndome la
mano.
El
manto y la corona (1958)
No hay comentarios:
Publicar un comentario