¿Mi
tierra?
Mi
tierra eres tú.
¿Mi
gente?
Mi
gente eres tú.
El
destierro y la muerte
para
mí están adonde
no
estés tú.
¿Y
mi vida?
Dime,
mi vida,
¿qué
es, si no eres tú?
Luis
Cernuda, Contigo.
Últimamente he ido pagando, una
por una, las deudas que adquirí —sin saberlo— con los autores que formaron y
guiaron mi sensibilidad poética.
Esta entrada está dedicada a
uno de ellos: Luis Cernuda, quien después de su maestro, Pedro Salinas, es mi preferido
de aquella magnífica generación de poetas españoles conocida como del 25 o 27.
Mi primer acercamiento a la
obra cernudiana data de la universidad, donde leí la Antología editada por José María Capote Benot en Cátedra.
Abro esta breve selección con
uno de los poemas que me han acompañado incondicionalmente desde la primera vez
que lo leí, y al que vuelvo con frecuencia: “He venido para ver.”
Luis
Cernuda (1902-1963). Nació en Sevilla, y murió en la Ciudad de México. Miembro
de la llamada “Generación del 27”. Tras la Guerra Civil abandonó España. Impartió
clases de literatura en los lugares donde radicó: Gran Bretaña: Glasgow,
Cambridge y Londres; Estados Unidos: Mount Holyoke; y México. Traductor de
Friedrich Hölderlin y William Shakespeare.
He
venido para ver
He venido para ver semblantes
Amables como viejas escobas,
He venido para ver las sombras
Que desde lejos me sonríen.
He venido para ver los muros
En el suelo o en pie
indistintamente,
He venido para ver las cosas,
Las cosas soñolientas por aquí.
He venido para ver los mares
Dormidos en cestillo italiano,
He venido para ver las puertas,
El trabajo, los tejados, las
virtudes
De color amarillo ya caduco.
He venido para ver la muerte
Y su graciosa red de cazar mariposas,
He venido para esperarte
Con los brazos un tanto en el
aire,
He venido no sé por qué;
Un día abrí los ojos: he
venido.
Por ello quiero saludar sin
insistencia
A tantas cosas más que amables:
Los amigos de color celeste,
Los días de color variable,
La libertad del color de mis
ojos;
Los niñitos de seda tan clara,
Los entierros aburridos como
piedras,
La seguridad, ese insecto
Que anida en los volantes de la
luz.
Adiós, dulces amantes
invisibles,
Siento no haber dormido en
vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si
vuelvo.
Qué
ruido tan triste
Qué ruido tan triste el que
hacen dos cuerpos cuando se aman,
Parece como el viento que se
mece en otoño
Sobre adolescentes mutilados,
Mientras las manos llueven,
Manos ligeras, manos egoístas,
manos obscenas,
Cataratas de manos que fueron
un día
Flores en el jardín de un
diminuto bolsillo.
Las flores son arena y los
niños son hojas,
Y su leve ruido es amable al
oído
Cuando ríen, cuando aman,
cuando besan,
Cuando besan el fondo
De un hombre joven y cansado
Porque antaño soñó mucho día y
noche.
Mas los niños no saben,
Ni tampoco las manos llueven
como dicen;
Así el hombre, cansado de estar
solo con sus sueños,
Invoca los bolsillos que
abandonan arena,
Arena de las flores,
Para que un día decoren su
semblante de muerto.
A
un muchacho andaluz
Te hubiera dado el mundo,
Muchacho que surgiste
Al caer de la luz por tu
Conquero,
Tras la colina ocre,
Entre pinos antiguos de perenne
alegría.
¿Eras emanación del mar
cercano?
Eras el mar aún más
Que las aguas henchidas con su
aliento,
Encauzadas en río sobre tu
tierra abierta,
Bajo el inmenso cielo con nubes
que se orlaban de rotos resplandores.
Eras el mar aún más
Tras de las pobres telas que
ocultaban tu cuerpo;
Eras forma primera,
Eras fuerza inconsciente de su
propia hermosura.
Y tus labios, de bisel tan
terso,
Eran la vida misma,
Como una ardiente flor
Nutrida con la savia
De aquella piel oscura
Que infiltraba nocturno
escalofrío.
Si el amor fuera un ala.
La incierta hora con nubes
desgarradas,
El río oscuro y ciego bajo la
extraña brisa,
La rojiza colina con sus pinos
cargados de secretos,
Te enviaban a mí, a mi afán ya
caído,
Como verdad tangible.
Expresión armoniosa de aquel
mismo paraje,
Entre los ateridos fantasmas
que habitan nuestro mundo,
Eras tú una verdad,
Sola verdad que busco,
Más que verdad de amor, verdad
de vida;
Y olvidando que sombra y pena
acechan de continuo
Esa cúspide virgen de la luz y
la dicha,
Quise por un momento fijar tu
curso ineluctable.
Creí en ti, muchachillo.
Cuando el mar evidente,
Con el irrefutable sol de
mediodía,
Suspendía mi cuerpo
En esa abdicación del hombre
ante su dios,
Un resto de memoria
Levantaba tu imagen como
recuerdo único.
Y entonces,
Con sus luces el violento
Atlántico,
Tantas dunas profusas, tu
Conquero nativo,
Estaban en mí mismo dichos en
tu figura,
Divina ya para mi afán con
ellos,
Porque nunca he querido dioses
crucificados,
Tristes dioses que insultan
Esa tierra ardorosa que te hizo
y deshace.
Si
el hombre pudiera decir
Si el hombre pudiera decir lo
que ama,
Si el hombre pudiera levantar
su amor por el cielo
Como una nube en la luz;
Si como muros que se derrumban,
Para saludar la verdad erguida
en medio,
Pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
La verdad de sí mismo,
Que no se llama gloria, fortuna
o ambición,
Sino amor o deseo,
Yo sería aquel que imaginaba;
Aquel que con su lengua, sus
ojos y sus manos
Proclama ante los hombres la
verdad ignorada,
La verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la
libertad de estar preso en alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin
escalofrío;
Alguien por quien me olvido de
esta existencia mezquina,
Por quien el día y la noche son
para mí lo que quiera,
Y mi cuerpo y espíritu flotan
en su cuerpo y espíritu
Como leños perdidos que el mar
anega o levanta
Libremente, con la libertad del
amor,
La única libertad que me
exalta,
La única libertad porque muero.
Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no
muero, porque no he vivido.
Cómo
llenarte, soledad
Cómo llenarte, soledad,
Sino contigo misma...
De niño, entre las pobres
guaridas de la tierra,
Quieto en ángulo oscuro,
Buscaba en ti, encendida
guirnalda,
Mis auroras futuras y furtivos
nocturnos,
Y en ti los vislumbraba,
Naturales y exactos, también
libres y fieles,
A semejanza mía,
A semejanza tuya, eterna
soledad.
Me perdí luego por la tierra
injusta
Como quien busca amigos o
ignorados amantes;
Diverso con el mundo,
Fui luz serena y anhelo
desbocado,
Y en la lluvia sombría o en el
sol evidente
Quería una verdad que a ti te
traicionase,
Olvidando en mi afán
Cómo las alas fugitivas su
propia nube crean.
Y al velarse a mis ojos
Con nubes sobre nubes de otoño
desbordado
La luz de aquellos días en ti
misma entrevistos,
Te negué por bien poco;
Por menudos amores ni ciertos
ni fingidos,
Por quietas amistades de sillón
y de gesto,
Por un nombre de reducida cola
en un mundo fantasma,
Por los viejos placeres
prohibidos
Como los permitidos nauseabundos,
Útiles solamente para el
elegante salón susurrado,
En bocas de mentira y palabras
de hielo.
Por ti me encuentro ahora el
eco de la antigua persona
Que yo fui,
Que yo mismo manché con
aquellas juveniles traiciones;
Por ti me encuentro ahora,
constelados hallazgos,
Limpios de otro deseo,
El sol, mi dios, la noche
rumorosa,
La lluvia, intimidad de
siempre,
El bosque y su alentar pagano,
El mar, el mar como su nombre
hermoso;
Y sobre todo ellos,
Cuerpo oscuro y esbelto,
Te encuentro a ti, tú, soledad
tan mía,
Y tú me das fuerza y debilidad
Como el ave cansada los brazos
de la piedra.
Acodado al balcón miro
insaciable el oleaje,
Oigo sus oscuras imprecaciones,
Contemplo sus blancas caricias;
Y erguido desde cuna vigilante
Soy en la noche un diamante que
gira advirtiendo a los hombres,
Por quienes vivo, aún cuando no
los vea;
Y así, lejos de ellos,
Ya olvidados sus nombres, los
amo en muchedumbres,
Roncas y violentas como el mar,
mi morada,
Puras ante la espera de una
revolución ardiente
O rendidas y dóciles, como el
mar sabe serlo
Cuando toca la hora de reposo
que su fuerza conquista.
Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad
de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y su deseo,
La airada muchedumbre,
¿Qué son sino tú misma?
Por ti, mi soledad, los busqué
un día;
En ti, mi soledad, los amo
ahora.
Donde
habite el olvido
Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin
aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada
entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa
a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos
de los siglos,
Donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el
amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea
mientras crece el tormento.
Allí donde termine este afán
que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros
ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no sean
más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno
de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin
saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de
niño.
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.
Otra
vez, con sentimiento
Ya no creí que más invocaría
De tu amistad antigua la
memoria,
Que de ti se adueñó toda una
tribu
Extraña para mí y para ti no
menos
Extraña acaso.
Mas
uno de esa tribu,
Profesor y, según pretenden él
y otros
De por allá (cuánto ha caído
nuestra tierra),
Poeta, te ha llamado “mi
príncipe”.
Y me pregunto qué hiciste tú
para que ése
Pueda considerarte como
príncipe suyo.
¿Vaciedad académica? La
vaciedad común resulta
En sus escritos. Mas su rapto
retórico
No aclara a nuestro
entendimiento
Lo secreto en tu obra, aunque
también le llamen
Crítico de la poesía nuestra
contemporánea.
La apropiación de ti, que nada
suyo
Fuiste o quisiste ser mientras
vivías,
Es lo que ahí despierta mi
extrañeza.
¿Príncipe tú de un sapo? ¿No
les basta
A tus compatriotas haberte
asesinado?
Ahora la estupidez sucede al
crimen.
Peregrino
¿Volver? Vuelva el que tenga,
Tras largos años, tras un largo
viaje,
Cansancio del camino y la
codicia
De su tierra, su casa, sus
amigos,
Del amor que al regreso fiel le
espere.
Mas ¿tú? ¿volver? Regresar no
piensas,
Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o
viejo,
Sin hijo que te busque, como a
Ulises,
Sin Ítaca que aguarde y sin
Penélope.
Sigue, sigue adelante y no
regreses,
Fiel hasta el fin del camino y
tu vida,
No eches de menos un destino
más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes
no hollada,
Tus ojos frente a lo antes
nunca visto.
Unos
cuerpos son como flores
Unos cuerpos son como flores,
otros como puñales,
otros como cintas de agua;
pero todos, temprano o tarde,
serán quemaduras que en otro
cuerpo se agranden,
convirtiendo por virtud del
fuego a una piedra en un hombre.
Pero el hombre se agita en
todas direcciones,
sueña con libertades, compite
con el viento,
hasta que un día la quemadura
se borra,
volviendo a ser piedra en el
camino de nadie.
Yo, que no soy piedra, sino
camino
que cruzan al pasar los pies
desnudos,
muero de amor por todos ellos;
les doy mi cuerpo para que lo
pisen,
aunque les lleve a una ambición
o a una nube,
sin que ninguno comprenda
que ambiciones o nubes
no valen un amor que se
entrega.
A
sus paisanos
No me queréis, lo sé, y que os
molesta
Cuanto escribo. ¿Os molesta? Os
ofende.
¿Culpa mía tal vez o es de
vosotros?
Porque no es la persona y su
leyenda
Lo que ahí, allegados a mí,
atrás os vuelve.
Mozo, bien mozo era, cuando no
había brotado
Leyenda alguna, caísteis sobre
un libro
Primerizo lo mismo que su
autor: yo, mi primer libro.
Algo os ofende, porque sí, en
el hombre y su tarea.
¿Mi leyenda dije? Tristes
cuentos
Inventados de mí por cuatro
amigos
(¿Amigos?), que jamás
quisisteis
Ni ocasión buscasteis de ver si
acomodaban
A la persona misma así
traspuesta.
Mas vuestra mala fe los ha
aceptado.
Hecha está la leyenda, y
vosotros, de mí desconocidos,
Respecto al ser que encubre
mintiendo doblemente,
Sin otro escrúpulo, a vuestra
vez la propaláis.
Contra vosotros y esa vuestra
ignorancia voluntaria,
Vivo aún, sé y puedo, si así
quiero, defenderme.
Pero aguardáis al día cuando ya
no me encuentre
Aquí. Y entonces la ignorancia,
La indiferencia y el olvido,
vuestras armas
De siempre, sobre mí caerán,
como la piedra,
Cubriéndome por fin, lo mismo
que cubristeis
A otros que, superiores a mí,
esa ignorancia vuestra
Precipitó en la nada, como al
gran Aldana.
De ahí mi paradoja, por lo
demás involuntaria,
Pues la imponéis vosotros: en
nuestra lengua escribo,
Criado estuve en ella y, por
eso, es la mía,
A mi pesar quizá, bien
fatalmente. Pero con mis expresas excepciones,
A vuestros escritores de hoy ya
no los leo.
De ahí la paradoja: soy, sin
tierra y sin gente,
Escritor bien extraño; sujeto
quedo aún más que otros
Al viento del olvido que,
cuando sopla, mata.
Si vuestra lengua es la materia
Que empleé en mi escribir y, si
por eso,
Habréis de ser vosotros los
testigos
De mi existencia y su trabajo,
En hora mala fuera vuestra
lengua
La mía, la que hablo, la que
escribo.
Así podréis, con tiempo, como
venís haciendo,
A mi persona y mi trabajo echar
afuera
De la memoria, en vuestro
corazón y vuestra mente.
Grande es mi vanidad, diréis,
Creyendo a mi trabajo digno de
la atención ajena
Y acusándoos de no querer la
vuestra darle.
Ahí tendréis razón. Mas el
trabajo humano
Con amor hecho, merece la
atención de los otros,
Y poetas de ahí tácitos lo
dicen
Enviando sus versos a través
del tiempo y la distancia
Hasta mí, atención demandando.
¿Quise de mí dejar memoria?
Perdón por ello pido.
Mas no todos igual trato me
dais,
Que amigos tengo aún entre
vosotros,
Doblemente queridos por esa
desusada
Simpatía y atención entre la
indiferencia,
Y gracias quiero darles ahora,
cuando amargo
Me vuelvo y os acuso. Grande el
número
No es, mas basta para sentirse
acompañado
A la distancia en el camino. A
ellos
Vaya así mi afecto agradecido.
Acaso encuentre aquí reproche
nuevo:
Que ya no hablo con aquella
ternura
Confiada, apacible de otros
días.
Es verdad, y os lo debo, tanto
como
A la edad, al tiempo, a la
experiencia.
A vosotros y a ellos debo el
cambio. Si queréis
Que ame todavía, devolvedme
Al tiempo del amor. ¿Os es
posible?
Imposible como aplacar ese
fantasma que de mí evocasteis.
Despedida
Muchachos
Que nunca fuisteis compañeros
de mi vida,
Adiós.
Muchachos
Que no seréis nunca compañeros
de mi vida
Adiós.
El tiempo de una vida nos
separa
Infranqueable:
A un lado la juventud libre y
risueña;
A otro la vejez humillante e
inhóspita.
De joven no sabía
Ver la hermosura, codiciarla,
poseerla;
De viejo la he aprendido
Y veo a la hermosura, mas la
codicio inútilmente.
Mano de viejo mancha
El cuerpo juvenil si intenta
acariciarlo.
Con solitaria dignidad el viejo
debe
Pasar de largo junto a la
tentación tardía.
Frescos y codiciables son los
labios besados,
Labios nunca besados más
codiciables y frescos aparecen.
¿Qué remedio, amigos? ¿Qué
remedio?
Bien lo sé: no lo hay.
Qué dulce hubiera sido
En vuestra compañía vivir un
tiempo:
Bañarse juntos en aguas de una
playa caliente,
Compartir bebida y alimento en
una mesa.
Sonreír, conversar, pasearse
Mirando cerca, en vuestros
ojos, esa luz y esa música.
Seguid, seguid así, tan
descuidadamente,
Atrayendo al amor, atrayendo al
deseo.
No cuidéis de la herida que la
hermosura vuestra y vuestra gracia abren
En este transeúnte inmune en
apariencia a ellas.
Adiós, adiós, manojos de
gracias y donaires.
Que yo pronto he de irme,
confiado,
Adonde, anudado el roto hilo,
diga y haga
Lo que aquí falta, lo que a
tiempo decir y hacer aquí no supe.
Adiós, adiós, compañeros
imposibles.
Que ya tan sólo aprendo
A morir, deseando
Veros de nuevo, hermosos igualmente
En alguna otra vida.
Me gustó mucho leerte, este post me encantó.
ResponderEliminarSaludos.
—Marga, muchísimas gracias por disponer de tu preciado tiempo para escribirme, y por tus gentiles comentarios. ¡Qué alegría que hayas disfrutado de la poética cernudiana! Yo también te mando saludos cordiales.
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